LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ, POR CHARLES JOURNET, TODO ESTÁ CONSUMADO

Las tres primeras palabras de Jesús en la Cruz muestran su afán de comunicar la luz alrededor de El: primero a los que le crucifican, después a un bandido condenado a muerte; finalmente a su Madre y al discípulo amado.

Las dos palabras que siguen hablan del exceso de su sufrimiento moral y de su sufrimiento físico en manera tan dramática que descubren, ante la mirada de la fe, las profundidades insondables del misterio de la Encarnación redentora.

Las dos últimas palabras que preceden inmediatamente a su muerte, donde se trasluce el diálogo secreto y continuo que mantiene con su Padre, expresan de nuevo el dominio que tiene de Sí mismo y la serenidad divina en que vive su corazón.

La sexta palabra está en San Juan. Después de recoger el «Tengo sed» de Jesús, el Evangelista añade inmediatamente: «había allí un botijo lleno de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada de vinagre y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está consumado» (Io 19, 29-30).

 

San Marcos dice que el soldado que le ofreció la esponja de vinagre en la punta de una caña fingía unirse a los que imaginaban que Jesús había llamado a Elías, y decía: «Dejad, veamos si Elías viene a bajarle». Así, el acto de bondad de este hombre llega a Jesús mezclado de un poco de cobardía. El último socorro que recibe de los hombres va unido de incomprensión, produciéndole una última herida. Tomará no obstante el vinagre; después dirá: Todo esta consumado.

 

No pide Jesús de beber para cumplir una profecía, sino porque su pobre cuerpo, que se va desangrando, siente una sed devoradora. Pero Jesús sabe que el justo perseguido había dicho proféticamente: «En mi sed, me dieron a beber vinagre» (Ps 69 (68), 22); y sabe que esta profecía encuentra ahora su cumplimiento. El Evangelista escribirá: «Jesús…, para que se cumpliese la Escritura, dijo: ¡Tengo sed!».

De forma semejante, al comienzo de su vida pública, Jesús entra en la sinagoga de Nazaret, no para cumplir una profecía, sino para anunciar el advenimiento de la nueva ley. Pero, abriendo el Libro de Isaías en el pasaje donde esta escrito del Siervo de Yahvé: «El Espíritu del Señor esta sobre mí; me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres y proclamar la libertad a los cautivos», Jesús, mientras todos los ojos están fijos en Él, añade: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 16-20).

Jesús no ha venido para cumplir las profecías; ha venido para hacer la voluntad de su Padre: «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Io 6, 38). «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió…» (Io 5, 30). «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Io 4, 34). Pero al hacer la voluntad de su Padre, cumple las profecías. Él lo sabe. Al fin de su vida, cuando la obra de su Padre esta realizada, todas las profecías están cumplidas, incluso la que anunciaba que al justo le darían a beber vinagre, y puede decir: Todo esta consumado.

 

Todo se ha cumplido, todo esta consumado: esto significa no sólo que las profecías se han cumplido, sino también que lo han sido de una manera tan alta, tan plena, tan divina, que sobrepasa la esperanza del mismo Israel.

Dios había prometido que se daría a Israel de una forma maravillosa en tiempos del Mesías, del Rey Salvador. Luego, cuando Israel se apartaba de la luz, le sobrevenían multitud de desgracias. Cuando permanecía fiel a la Alianza, Dios le protegía, le rodeaba de favores que eran sin duda pruebas de benevolencia y de inmediatas recompensas, pero también, y sobre todo, presagios de la manifestación suprema que no cesaba de anunciar sin precisar la fecha, para que la esperanza de Israel se mantuviese siempre atenta hacia la liberación mesiánica.

Cada uno imaginaba esta liberación según sus deseos: los carnales la concebían como la era de una felicidad temporal y de dominación política, cuyo garante sería el mismo Yahvé. Los espirituales, en cambio, como reino de la Santidad de Yahvé, de su justicia, de su amor. Cuando la liberación llegue con Jesús y su Reino, un Reino que esta en este mundo sin ser de este mundo, los carnales no le conocieron. Sí le conocieron los espirituales, que fueron siempre la parte privilegiada de Israel, el «resto de Israel»; a pesar de lo cual, todas las esperanzas fueron ampliamente sobrepasadas.

Hasta entonces el favor divino se manifestaba a Israel, no siempre por cierto, pero si ordinariamente, en la nube luminosa de recompensas carnales. Israel es el pueblo de la nube luminosa. Pero había dos clases de israelitas: los que en la nube luminosa preferían sobre todo la consistencia de la nube; y los que preferían la claridad de la luz. Cuando, con la venida de Cristo y de su Reino que no es de este mundo, se disipó la nube y la luz comenzó a brillar desnuda, los unos se desviaron incapaces de reconocer en esta luz —que era la de la Cruz y de un reino independiente de las cosas del César— la sustancia de las promesas mesiánicas; los otros, el Israel del espíritu, descubriendo de pronto en toda su pureza la significación verdaderamente divina de las promesas mesiánicas, se convirtieron.

Jesús y el advenimiento de su Reino han esclarecido las profecías mesiánicas y han revelado a nuestros ojos su último sentido, hasta entonces cubierto con un velo. En adelante, habrá dos maneras de leer el Antiguo Testamento: la del cristianismo, para quien el velo se ha descorrido; es la interpretación espiritual. Y la del judaísmo, para quien el velo permanece; colectivamente, y sin prejuzgar de ningún modo la rectitud de las almas individuales, es una interpretación irreparablemente carnal. «Hasta el día de hoy, dice San Pablo pensando en los judíos, en la lectura de la Antigua Alianza permanece el mismo velo» con el que Moisés al bajar del Sinaí ocultaba la gloria de su rostro, «puesto que no se le ha revelado que esta Alianza fue abolida en Cristo. Hasta el día de hoy, siempre que leen a Moisés, un velo persiste sobre sus corazones. Sin embargo, cada vez que se convierten al Señor, el velo queda descorrido» (2 Cor 3, 14-16).

 

Jesús no podía cumplir las profecías de Israel más que a base de desbordar la esperanza misma de Israel: sin esto, las profecías hubieran resultado inconciliables entre sí.

Las profecías anunciaban una teofanía, una venida de Dios, una manifestación de su Santidad plenificadora y purificante; un rey victorioso, hijo de David, al que Isaías, en un instante de claridad fugitiva como un relámpago, llama el Dios fuerte, el Príncipe de la paz, que haría reinar a Israel sobre las naciones; un siervo de Yahvé, traspasado por nuestros pecados, que por su sacrificio expiatorio adquiriría una descendencia incontable.

A falta de poder conciliar datos tan dispares, el judaísmo los dividía refiriéndolos a varios personajes, hasta imaginar, por ejemplo, un primer Mesías doliente, que vendría a preparar los caminos del Mesías glorioso.

Pero estos rasgos, una vez que fueron interpretados en su significación más pura y elevados a su grado supremo de espiritualidad, han podido converger espontáneamente en Jesús.

Sin esta armonización, en Jesús, de tantos rasgos diseminados por el Antiguo Testamento, este libro sería todavía para nosotros como un libro sellado, como lo es aún, desde nuestra perspectiva, para el judaísmo. Con Jesús, el Antiguo Testamento es un libro abierto.

En Jesús, a quien Tertuliano llama el Iluminador del pasado, Illuminator antiquitatum [i], todo es cristianismo: la creación, el paraíso terrestre, el pecado, el diluvio, los patriarcas, Moisés y los profetas, el Jordán, la nueva Jerusalén, los fines últimos.

Cuando todo esto se predica a gentes sencillas, a pueblos primitivos, a pobres negros, les conmueve y les convierte. La epopeya de la salvación de un pueblo se hace así la epopeya de la salvación del mundo.

En Jesús se nos revelan los esplendores inimaginables de la más humilde de las «historias de santos» que ponemos en manos de nuestros niños [ii].

 

«Pero los frutos sobrepasarán la promesa de las flores.» Esto siempre es verdad cuando la promesa viene de Dios. El Nuevo Testamento ha desbordado la promesa del Antiguo. Y la vida de la gloria superará con creces la promesa de la vida temporal.

La Iglesia lo sabe: «Oh Dios, dice, que habéis preparado bienes invisibles para los que os aman, infundid en nuestros corazones el imán de vuestro amor, para que, queriéndoos en todo y sobre todas las cosas, podamos alcanzar vuestras promesas que superan todo deseo»[iii].

Las más puras dichas de la tierra no son más que figuras. Su plenitud les viene de que son un anticipo de la Patria.

 

Todas las profecías se han cumplido. Jesús lo sabe.

Había apelado a menudo a las Escrituras en el curso de su predicación. «Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí» (Io 5, 39). «El que os acusa es Moisés, en quien habéis puesto vuestra esperanza. Porque si creyérais a Moisés, me creeríais a mí, porque el escribió de mí» (Io 5, 46). «Abrahán, vuestro padre, se estremeció de alegría, pensando en ver mi día; lo vio y se lleno de gozo» (Io 8, 56), inicialmente, cuando le fue concedida una descendencia.

Ahora Jesús contempla la larga serie de las profecías, en el orden en que fueron apareciendo para orientar progresivamente la esperanza de Israel hacia un punto misterioso del tiempo en que al fin todas las cosas de la tierra y del cielo serían reconciliadas y pacificadas por la sangre de su propia cruz (Col 1, 20).

La serenidad soberana de esta mirada, que abarca todos los siglos, aflora en la sexta palabra de Jesús, transida a la vez de tristeza y de majestad: Todo esta consumado.

 

Jesús sabía, pues, que Él cumplía las profecías. Pero, según hemos dicho, Él no venía para cumplir las profecías. Venía para cumplir la voluntad de su Padre.

Por la visión beatifica, su mirada se sumergía en el seno del Padre: «A Dios nadie le ha visto jamás; Dios Unigénito, que esta en el seno del Padre, lo ha manifestado» (Io 1, 18). «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (Mt 11, 27).

Desde el primer instante de la Encarnación y de su venida al mundo, Jesús ye con un simple golpe de vista, en el seno mismo del Padre, toda la voluntad del Padre sobre Él, todo el designio divino que le envía al mundo para salvar al mundo por su cruz redentora: «Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos borre los pecados. Por lo cual, entrando en este mundo, Cristo dice: No quisiste ni sacrificios ni oblaciones; pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado, no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 4-7).

 

Sabiendo Jesús en plena lucidez todo el designio del Padre sobre Él, su vida entera no será desde entonces más que un adorable misterio de obediencia. Es su alimento hacer la voluntad del que le envió (Io 4, 34). Habla a menudo de los mandatos de su Padre. El padre le ama porque ha hecho donación total de Sí mismo. No es Él quien dispone de su vida; es el Padre: «Mi Padre me ama porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la, quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla a tomar. Tal es el mandato que he recibido de mi Padre» (Io 10, 17-18). Cuando el Príncipe de este mundo le acecha para matarle, Jesús no se lo entorpece; porque el mundo se salvará en cuanto comprenda que Jesús ha muerto por obediencia amorosa al Padre con amor: es preciso «que el mundo sepa que yo amo al Padre, y que actuó según el mandato que me dio el Padre» (Io 14, 31). Un poco más adelante, Jesús pide que los discípulos le obedezcan, como Él ha obedecido al Padre: «Si observareis mis mandatos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor» (Io 15, 10).

En fin, en el Huerto de los Olivos, cuando el mandamiento del Padre choca contra su sensibilidad y el impulso espontáneo de su naturaleza, se mantiene fiel: «Abba, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz… Pero no se haga lo que yo quiero; sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36).

Más tarde el Apóstol ensalzara la obediencia del Salvador: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo su condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando condición de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y apareciendo en su porte como hombre, se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz; por lo cual Dios le exaltó y le dio el Nombre-sobre-todo-nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Philp 2, 5-11). También se dice de Jesús en la Epístola a los Hebreos: «El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y suplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su aptitud reverente; y aún siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Heb 5, 7-10).

 

Así, pues, Todo esta consumado significa sin lugar a dudas que toda profecía concerniente a la obra de Jesús ha sido cumplida. Pero significa sobre todo, en visión más profunda, más intima e inmediata, que el plan del Padre de salvar al mundo por la obediencia de Jesús ha sido realizado.

Después de haber plegado su voluntad creada total y amorosamente a los mandatos de la Voluntad increada, cuya infinita santidad no cesó nunca de contemplar Jesús cara a cara ni siquiera en su agonía, Cristo recoge ahora, en una última mirada, este mundo creado por su Padre, pero atrozmente desfigurado por los hombres y que su muerte va a transformar.

Y así como antes había dicho al Padre, en su gran oración sacerdotal, anticipándose un poco al hecho mismo: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste» (Io 17, 4), pronuncia ahora: Todo está consumado.

 

«Doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla a tomar. Tal es al mandato que he recibido de mi Padre» (Io 10, 17-18). Jesús es dueño de su vida. La dará libremente. Pero si el Padre se la pide, es infalible que se la dará. En Jesús, pues, se concilian la libertad y la infalibilidad de su obediencia. Se trata de un alto misterio.

Jesús, siendo el Verbo hecho carne, es impecable. Es imposible que desobedezca, como hombre, a los mandatos del Padre; es imposible que en Él, el Verbo desobedezca al Padre. Y, sin embargo, sus actos de obediencia, por ejemplo al precepto de morir en Cruz, son soberanamente libres. Brotan de Él, no por la necesidad interior irresistible —como es la espontaneidad con la que amaba a Dios, a quien veía cara a cara por la visión intuitiva—, sino por un acto de libre decisión y de libre preferencia: «No lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).

Dios se ama a sí mismo espontánea e irresistiblemente y es, a la vez, libre por naturaleza, con una independencia dominadora y soberana respecto de todo el orden de las cosas finitas, hasta el punto de que no puede crear más que libremente. De manera semejante, Jesús amaba espontánea e irresistiblemente la Bondad divina percibida cara a cara por la visión intuitiva, y era, a la vez, libre, poseyendo por su estado de unión hipostática una independencia dominadora en todo lo referente a los medios concretos de agradar a su Padre, de forma que entre los varios que se le podían presentar, solo podía decidir mediante un acto de libre elección. Someter totalmente su voluntad creada a la Voluntad increada en el cumplimiento de un precepto particular, no era jamás para Él más que un medio inadecuado de atestiguar en un acto externo, aquí y ahora, el amor espontáneo, irresistible, ininterrumpido que llenaba su corazón. La riqueza interior, inexhausta, perpetua de su amor quedaba siempre por encima de las determinaciones particulares que debía aceptar. Esta superabundancia de amor era la causa secreta no solo de la infalibilidad, sino también de la libertad de sus obediencias [iv].

El misterio de la infalibilidad y de la libertad de las obediencias de Jesús puede dar una gran luz sobre la naturaleza y la grandeza de la obediencia cristiana. En efecto, nos señala el término hacia el cual tienden las alma grandes. Y nos explica esa extraña sed que ellas tienen de obedecer; y la dificultad insuperable, digamos la imposibilidad moral, que tienen para desobedecer. Es, sin embargo, entonces cuando realizan los actos de más alta libertad.

 

Cuando San Juan de la Cruz, en la Subida del Monte Carmelo, quiere apartar a los fieles de recurrir a Dios por vías extraordinarias, como visiones y revelaciones privadas, recuerda que muchas cosas permitidas en el Antiguo Testamento no lo son en el Nuevo, después de que Cristo ha consumado la religión: «No conviene, pues, ya preguntar a Dios de aquella manera, ni es necesario que ya hable, pues acabando de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás. Y quien quisiere recibir ahora cosas algunas por vía sobrenatural [v], era como notar falta en Dios de que no había dado todo lo bastante en su Hijo. Porque, aunque lo haga suponiendo la fe y creyéndola, todavía es curiosidad de menos fe. De donde no hay que esperar doctrina ni otra cosa alguna por vía sobrenatural. Porque a la hora que Cristo dijo en la cruz: Consummatum est cuando expiró, que quiere decir: Acabado es, no sólo se acabaron esos modos, sino todas esotras ceremonias y ritos de la ley vieja. Y así, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre, y de su Iglesia, y de sus ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales, que para todo hallaremos abundante medicina por este vía. Y lo que de este camino saliere no solo es curiosidad, sino mucho atrevimiento, y no se ha de creer cosa por vía sobrenatural, sino sólo lo que es enseñanza de Cristo hombre, y de sus ministros, hombres. Tanto, que dice San Pablo estas palabras: «Si algún ángel del Cielo os evangelizare fuera de lo que nosotros hombres os evangelizamos, sea maldito y descomulgado» (Gal 1, 8) [vi].

Cristo, que ha venido una vez para salvar el mundo, volverá de nuevo para juzgar al mundo: «Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo y se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad. Y enviará sus Ángeles con resonante trompeta, y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo al otro de los cielos» (Mt 24, 30-31). Al final de su primera venida, cuando se consuma sobre la cruz su pasión redentora, dice: Todo esta consumado. Al final de la historia, cuando se concluya el destino de nuestra humanidad redimida, pronunciará una palabra parecida, diciendo, en el momento de entregar el mundo a su Padre: Todo esta sometido. He aquí el importante texto del Apóstol a fieles de Corinto: «Luego vendrá el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad. Porque es necesario que Él reine hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies. Pero cuando diga Cristo: Todo esta sometido [vii], es evidente que se excluye a Aquel que le ha sometido a Él todas las cosas. Y cuando todo haya sido sometido a Él, entonces también Él, el Hijo, se someterá a Aquel que le ha sometido todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 24-28). Entonces, en efecto, lo que la mediación de Cristo se esfuerza ahora por arrancar a la noche para pasarlo a la claridad del día, estará plenamente inundado de luz. La tensión que vive necesariamente la Iglesia de la tierra habrá concluido en la paz de la Iglesia del cielo. En este sentido, Dios será todo en todos.

Así, ya desde ahora, todo esta consumado con la tragedia de la cruz cuya virtud puede pacificar todas las cosas de la tierra y de los cielos. Y al final, en la segunda parusía, todo será sometido. Porque todo cuanto toque la sangre redentora será transformado para una vida de gloria.

 

«Cristo Jesús, el que murió, más aún el que resucitó, está a la derecha de Dios e intercede por nosotros» (Rom 8, 34). «Cristo por cuanto permanece para siempre, posee un sacerdocio perpetuo. De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos» (Heb 7, 24-25). La intercesión celeste de Cristo, al contrario de lo que sucede con su muerte; no es un acto meritorio y redentor. Es un acto suprahistórico ininterrumpido, en el que Cristo ratifica la intercesión histórica y redentora de la cruz, realizada una sola vez, pero válida permanentemente en cada uno de los momentos sucesivos de nuestro tiempo: «Mediante una sola oblación, ha lle­vado a la perfección para siempre a los santificados» (Heb 10, 14). No es un acto destinado a conseguir­nos las gracias de salvación; es un acto destinado a dispensarnos desde el cielo las gracias salvíficas con­seguidas en la tierra. «Todo está consumado» sobre la cruz para la adquisición de la redención; pero todo no «será sometido más que al final, cuando se con­cluya la aplicación de la redención».

Paralelamente, la intercesión celeste de la Virgen y de los santos tampoco es meritoria y corredentora. Procede siempre de la caridad, pero de una caridad que ya no tiene posibilidad de merecer ni adquirir, y cuyo oficio es pedir que le sean concedidas a los hombres gracias celestiales en razón de los méritos de la caridad terrestre histórica: ante todo, de la ca­ridad terrestre de Cristo, redentora para todo tiempo histórico; después, de la caridad terrestre de la Vir­gen, corredentora para todo este mismo tiempo his­tórico; finalmente, de la caridad terrestre de la Iglesia y de sus santos, válida sobre todo para el momento histórico del que son contemporáneos. Así, por lo que respecta a la intercesión de la Virgen y los san­tos, de forma similar a lo que sucede en el caso de Cristo, después de un tiempo de mediación en orden a la adquisición de gracias, viene un tiempo de me­diación para su distribución. Todo está consumado para ellos con su muerte en el plano de la adquisición de las gracias; pero todo continúa para ellos hasta el fin del mundo en orden a su distribución [viii].

Sobre este punto, como sobre otros que conciernen a la naturaleza de la Iglesia y su profunda analogía con Cristo, alcanzó Santa Teresa de Lisieux un cabal conocimiento por simple intuición de amor. He aquí una de sus últimas palabras, el 29 de septiembre de 1897, la víspera de su muerte, a una Hermana que le pedía una despedida: «Ya lo he dicho todo. Todo está cumplido. Sólo cuenta el amor» [ix]. Pero un poco antes, el 12 de julio, había dicho: «No puedo pen­sar mucho en la felicidad que me espera en el cielo. Una sola esperanza hace sacudir mi corazón: es el amor que recibiré y el que podré dar… Pienso en todo el bien que querría hacer después de mi muer­te: hacer bautizar a los niños, ayudar a los sacerdotes, a los misioneros, a toda la Iglesia» [x]. Algunos días después, el 17 de julio, dirá: «Siento que mi misión va a comenzar: la misión de hacer amar a Dios como yo lo amo, dar mi caminito a las almas. Si mis deseos son escuchados, mi cielo se perpetuará sobre la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra. Esto no es imposi­ble; (también) los ángeles cuidan de nosotros sin per­der la visión beatífica. No, no me tomaré ningún descanso hasta el fin del mundo y mientras haya al­mas que salvar. Sólo cuando el Ángel diga: Se acabó el tiempo [xi], podré descansar, podré disfrutar, por­que el número de los elegidos estará ya completo y todos entrarán en la alegría y en el reposo. Mi co­razón se estremece con este pensamiento» [xii]. Y al día siguiente, el 18 de julio, tendrá esta conmovedo­ra vacilación: «Mi Padre Dios no me infundiría este deseo de hacer el bien sobre la tierra después de mi muerte, si Él no quisiera realizarlo; me daría más bien el deseo de descansar en Él. ¿Qué pensáis vos de esto, mi Madrecita?» [xiii].

La santa prevé, sin duda alguna, la resonancia que tendrán sus escritos. Pero presiente con más claridad que el reposo de Cristo y de sus santos, entre el ins­tante del Todo está consumado y el instante del Todo está sometido, es una incesante mediación y una con­tinua solicitud por la salvación de nuestra pobre tie­rra. Si en el cielo Cristo mismo continúa, según el Apóstol, intercediendo por nosotros, ¿cómo podrían sus santos del cielo no interceder con Él?

De los frutos cognoscitivos del amor divino el más sazonado es el don de sabiduría. Cuando el espíritu de sabiduría viene a un alma, vierte sobre ella el ins­tinto de Dios. El alma entonces no ve a Dios extraño o distante, sino como injertado o inviscerado en ella, hasta llegar a convertirse Dios, dentro de ella, como en el peso que da la medida a su amor. En este con­tacto misterioso, Dios le da a sentir algo de la visión que Él tiene de Sí mismo y de su obra. El universo es conocido desde Dios, en contemplación que des­ciende hacia las cosas con la serenidad de la mirada divina. El conocimiento del don de sabiduría es, por ello, eminentemente pacificador. La bienaventuranza que produce en el alma en que reside es la de los pacíficos, la de los que dejan, por dondequiera que pasan, algo de la paz de Dios. Por esto el Evangelio les llama hijos de Dios: «Bienaventurados los pací­ficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).

«Brotará un retoño del tronco de Jesé, y retoñará de sus raíces un vástago; sobre él reposará el Espíri­tu de Yavé, Espíritu de sabiduría y de inteligencia…» (Is 11, 1-2). Jesús es la Sabiduría eterna encarnada. Su alma está llena de la sabiduría de la visión intui­tiva y de la sabiduría afectiva que el don implica. Incluso cuando se conmueve, como en el momento de resucitar a Lázaro (lo 11, 33), las partes supe­riores de su alma permanecen inmutables. Son las que van orientando hasta el final su camino sangran­te: «Salí del Padre y vine al mundo; dejo de nuevo el mundo y me voy al Padre… (Io 16, 28). He ma­nifestado tu nombre a los hombres que me has dado de en medio del mundo. Tuyos eran y tú me los dis­te, y han guardado tu palabra… (Io 17, 6). Padre, quiero que donde esté yo los que me has dado estén también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo» (Io 17, 24). «El Hijo del hombre se va, según está escrito de Él; pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado!» (Mt 26, 24). Y la misma serenidad soberana muestra en los últimos instantes, cuando dice: Todo está consuma­do. Entonces, en este momento preciso, atrayendo hacia Sí a todos los hombres (lo 12, 32) y abrazan­do en su muerte con fuerza singular a toda la crea­ción nueva para reconciliarla en Él con el Padre y pacificarla hasta en los mismos fundamentos —«No te he tocado desde lejos»—, la convierte en hermana de Él y, para siempre jamás, en hija de Dios.

Cristo posee toda Sabiduría porque es por natura­leza Hijo de Dios: por ello, cuando viene al mundo, sabe pacificar por Sí mismo todas las cosas, hacér­selas hermanas e hijas de Dios. Nosotros, en cambio, tenemos que ir siendo hijos de Dios progresivamen­te; y es el don de sabiduría el que nos facilitará ser cada día menos imperfectamente hijos de Dios y por­tadores de la paz sobre la creación. Porque, según dice Santiago, el Padre de las luces nos engendra por la Palabra de la verdad «para que seamos como pri­micias de sus creaturas» (Iac 1, 18).

La muerte, que es un instante desgarrador, «el ins­tante del desgarramiento de la sustancia humana», puede, sin embargo, esclarecerse a la luz del futuro; puede «aparecer como el punto de maduración supre­ma de un destino, acompañarse del sentimiento de que hemos llegado a la madurez, que nuestro destino está verdaderamente cumplido, que nuestra vida ha llegado a su plenitud y se la estamos ofrendando a Dios, para entrar, si le place, en su eternidad.

«Hay muertes prematuras. Pero no pienso al decir esto en la muerte de los jóvenes; porque, después de todo, por breve que sea una existencia, puede bastar para hacer madurar una vida. La muerte será en ver­dad prematura si no nos encuentra dispuestos a com­parecer ante Dios, que nos sorprenderá en pleno desarrollo, inciertos sobre cuál será nuestra auténtica imagen, y no en el término que deberíamos haber alcanzado» [xiv].

Mil veces dichoso el cristiano que, en la hora de su muerte, pueda sin temeridad repetir muy quedo en su corazón aquellas palabras de Jesús al Padre: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Io 17, 4).

[i] Adversus Marcionem, libro 4, cap. 40; PL 2, 461.

[ii] Sobre el cumplimiento de las profecías mesiánicas en el N. Testamento, puede verse CH. JOURNET, Destinées d’Israel, París 1945, pp. 50-95, 285-288, 366-380.

[iii] Oración Colecta del 5º Domingo desp. de Pentecostés.

[iv] Sobre la conciliación de la libertad y de la impecabilidad en Cristo, ver R. GARRIGOU-LAGRANGE, De Christo Salvatore, Turín 1945, pp. 324-344.

[v] Aunque el Santo dice sobrenatural, esta palabra significa, en este pasaje, extraordinario, milagroso.

[vi] Subida del Monte Carmelo, libro 2, c. 22; edic. Silverio, t. II, p. 186 (edic. BAC, Madrid 1950, página 683, n. 7).

[vii] Se podría también traducir: «Pero cuando dice que todo esta sometido…»; es decir, cuando el Salmista dice que todo esta sometido. Pero es preferible la primera traducción. Ver E. B. Allo, Premiere Epitre aux Corinthiens, París 1934, p. 409.

[viii] Cf r. JOURNET, L’Eglise du Verbe Incarné, t. II, pá­gina 419.

[ix] Novissima verba, p. 190 (vers. cast. cit., p. 490).

[x] Ibid., p. 68 (vers. cast. cit., p. 413).

[xi] Apc 10, 16. En el Apocalipsis el sentido es dife­rente. El Angel, en pie sobre el mar y la tierra, jura que no habrá dilación entre la trompeta del séptimo Angel y el fin del mundo.

[xii] Novissima verba, p. 81 (vers. cast. cit., pp. 420-421). Texto un poco más abreviado en Historia de un alma, cap. 12.

[xiii] Novissima verba, p. 84 (vers. cast. cit., p. 422).

[xiv] O. LACOMBE, Existence de l’homme, París 1951, pá­gina 91.

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