La cuarta y la quinta palabra de Jesús hablan, ante todo, del exceso de su sufrimiento. Presentan al Salvador acosado en los reductos últimos de su sensibilidad. La cuarta es el grito de la congoja interior. La quinta, más humilde y lastimosa todavía, es el grito de la penuria física.
Las cuatro palabras anteriores suponían presencias. Hasta en la cuarta, hay diálogo entre Jesús y Dios. Aquí, las presencias se han retirado, la soledad no tiene límites, no hay más que el grito del suplicio de la sed. Pero el que dice: Tengo sed, es el Verbo divino, y de nuevo se abre ante nosotros el misterio de la Encarnación.
La cuarta palabra: «Dios mío, Dios mío…», se nos ha conservado en San Marcos y San Mateo. La quinta palabra nos la refiere San Juan. Después de relatar las palabras de Jesús a su Madre y al discípulo amado, continúa: «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí una vasija llena de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca» (Io 19, 28-29).
La quinta palabra también tiene, como la precedente, dos aspectos. Es el gemido extremo, arrancado espontáneamente a Jesús por el dolor físico. Y es la cita voluntaria que Él hace del texto de un salmo mesiánico.
Por una parte se diría que no hay en Jesús otra ansia que la de la sed que le quema interiormente. Por otra, su espíritu mantiene imperturbable el camino trazado de antemano por el Padre y se va ofreciendo en cada uno de los episodios de la pasión redentora.
He aquí, pues, en Jesús, una vez más, las desgarradoras paradojas de la Encarnación. Por una parte, el afán de su sensibilidad torturada, que le hace desear verse libre del dolor. Por otra, la santa decisión de su voluntad, que le lleva a apurar el cáliz de los sufrimientos previstos. El Evangelista subraya esta clara voluntad: «Jesús, sabiendo que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed».
He aquí, de nuevo, delante de nosotros, el abismo del misterio de la fe: hay que creer en un Jesús agobiado por el dolor y, al mismo tiempo, dominando su dolor: un Jesús que nos mueve a piedad, y, al mismo tiempo, nos impresiona por la implacable lucidez de su espíritu.
Sobre estas palabras: «para que se cumpliera la Escritura, Jesús dijo: Tengo sed», Santo Tomás advierte en su comentario: «Es preciso tener en cuenta que la expresión para que indica aquí no una razón, una causa, sino una constatación, una consecuencia. Jesús no dice que tiene sed para que se cumpla la profecía del Antiguo Testamento; sino, al contrario, la profecía ha sido escrita porque un día sería vivida por Cristo. Decir que Cristo ha pedido de beber porque las Escrituras lo habían predicho, sería decir que el nuevo Testamento está ordenado al Antiguo y viene para cumplirlo. Hay que invertir la perspectiva: las profecías han sido hechas porque serán vividas por Cristo» [i], Jesús ha dicho: «Tengo sed» de forma que la Escritura ha quedado cumplida.
Los salmos cuando designan directamente al futuro Mesías o el futuro reino mesiánico son mesiánicos en sentido literal. Pueden también referirse inmediatamente a ciertos sucesos de la vida de un justo o de la vida de Israel, capaces de prefigurar al Mesías o el reino mesiánico; el sentido mesiánico, en este caso indirecto, es entonces llamado típico o espiritual.
En sentido literal se habla del Mesías en el salmo 2:
«Se reúnen los reyes de la tierra
y a una se confabulan los príncipes, contra Yahvé y contra su Ungido:
¡Rompamos sus trabas, arrojemos de nosotros sus ataduras!
El que mora en los cielos se ríe. El Señor se burla de ellos…
Yahvé me ha dicho: «Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy.
Pídeme y haré de las gentes tu heredad
te daré en posesión los confines de la tierra.»
Lo mismo en el salmo 110 (Vulg. 109), donde David anuncia:
«Oráculo de Yahvé a mi Señor: Siéntate a mi diestra
mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies.»
Estas palabras las citará el Salvador: «Reunidos los fariseos, les preguntó Jesús: Que os parece de Cristo? ¿De quién es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: Pues ¿cómo David, inspirado, le llama Señor, diciendo: “Dijo el Señor a mi Señor…” Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo? Y nadie podía responderle palabra, ni se atrevió desde entonces a preguntarle más» (Mt 22, 41-46).
El salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», ¿se refiere directamente al Mesías? Sería entonces mesiánico en sentido literal. ¿O describe más bien inmediatamente las tribulaciones típicas del hombre justo, que, llevadas al supremo grado de intensidad, debían ser las del Justo por excelencia, del Mesías? Sería entonces mesiánico en sentido típico o espiritual.
«Jesús, sabiendo que todo estaba ya consumado, para que se cumpliese la Escritura, dijo: Tengo sed.»
¿De qué Escritura se trata? En el salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» se lee:
«Seco está como un tejón mi paladar,
mi lengua está pegada a las fauces» (Ps 22, 16).
Pero el Evangelista piensa más en otro salmo, el salmo 69 (Vulg. 68), en que se lee:
«Diéronme a comer veneno,
y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Ps 69, 22).
Este salmo manifiesta las lamentaciones de un siervo de Dios perseguido por su celo. No se refiere directamente al Mesías. Algunos trozos, en efecto, no podrían convenirle. Por ejemplo, aquellos donde el justo perseguido reconoce sus pasados extravíos:
«Oh Dios, has conocido mi locura
y no se te ocultan mis pecados» (Ps 69, 6).
Lo mismo sucede con los pasajes en que el llega hasta maldecir a sus enemigos:
«Derrama sobre ellos tu ira,
alcáncelos el fuego de tu cólera.
añade esta iniquidad a sus iniquidades,
y no tengan parte en tu justicia» (vv. 25. 28).
Jesús dirá, al contrario: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
Además, al final del salmo, la esperanza mesiánica del siervo de Dios, a pesar de manifestarse tan ardiente, queda presa en la red de sueños temporales:
«Porque Dios salvará a Sión
y reconstruirá las ciudades de Judá y habitará allí y la poseerá.
Y la heredará la descendencia de tus siervos
y morarán en ella los que aman su nombre» (vv. 36-37).
No se trata, pues, del Mesías directamente. El salmo se refiere a un siervo de Dios, que está sumido todavía en las sombras de la ley mosáica. El sentido mesiánico no puede ser directo y literal.
Pero algunas tribulaciones de este justo hacen presentir la pasión del Mesías. Por ello, el salmo se convierte en mesiánico en sentido típico o espiritual. El justo, en medio de la prueba, suplica y se lamenta de esta forma:
«Sálvame, oh Dios,
porque las aguas han entrado hasta el alma…
Pues por ti sufro afrentas
y cubre mi rostro la vergüenza.
He venido a ser un extraño para mis hermanos,
un desconocido para los hijos de mi madre.
Pues el celo de tu casa me consume;
los denuestos de los que te vituperan caen sobre mí» (Ps 69, 8-10).
Hay ahí puntos que le convendrán a Cristo de forma mucho más conmovedora. San Juan escribe en su prólogo: «Vino a los suyos, y los suyos no le conocieron” (Io 1, 11). Mis adelante, cuando Jesús expulsa del templo a los vendedores, el Evangelista añade: «Se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume» (Io 2, 17). Y San Pablo enseña a los romanos: «Cristo no buscó su propia complacencia, según está escrito: Sobre mí cayeron los ultrajes de quienes me ultrajaban» (Rom 15, 3).
En el mismo salvo 69, un poco más adelante, se desahoga el justo antiguo:
«Esperé que alguien se compadeciese, y no hubo nadie;
alguien que me consolase, y no lo hallé. Diéronme a comer veneno,
y en mi sed me dieron a beber vinagre» (Ps 69, 20-22).
El último versículo lo citarán los Evangelistas.
Se preparaba a veces para los condenados un brebaje adormecedor para aliviar sus espantosos dolores. Según el Talmud, las mujeres cumplían espontáneamente, en Jerusalén, este oficio de caridad [ii]. Esta es la bebida que ofrecieron a Jesús antes de la crucifixión. Pero, al tocarle los labios, la rehusó, para mantener el pleno conocimiento. San Marcos escribe: «Le llevaron al lugar llamado Gólgota, que quiere decir lugar de la Calavera. Y le ofrecieron vino mirrado, pero no lo tomó» (Mc 15, 22).
El mismo rasgo es narrado por San Mateo: «Llegado al sitio llamado Gólgota, que quiere decir lugar de la Calavera, diéronle a beber vino mezclado con hiel; mas en cuanto lo gustó, no quiso beberlo» (Mt 27, 34). San Mateo habla de hiel, «probablemente a causa del sabor agrio que la mirra daba a esta bebida» [iii].
Jesús había rehusado el brebaje anestesiante.
Pero ahora está en la cruz, perdiendo su sangre gota a gota durante tres horas.
Todas las heridas de sus miembros se concentran en la llama atroz que devora sus entrañas.
En este momento preciso es cuando suplica diciendo: Tengo sed.
Continúa el Evangelista: «Había allí una vasija llena de vinagre. Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada de vinagre y se la aproximaron a su boca» (Io 19, 29).
Los soldados acostumbraban a tener en un vaso «una mezcla de agua y de vinagre, con que se contentaban a falta de algo mejor. Uno de ellos cogió una esponja, quizá la que cerraba la boca de su jarra, y, fijándola empapada de vinagre a la extremidad de una caña, la acerco a la boca de Jesús. Obraba por compasión» [iv].
El mismo relato se encuentra en los dos primeros Evangelios. Despues de haber recogido la cuarta palabra y el error de los que decían: «Mirad, llama a Elías», San Marcos añade: «Entonces corrió uno, empapó una esponja de vinagre, la puso en una caña y se la dio a beber, diciendo: Dejad. Veamos si viene Elías a bajarle» (Mc 15, 36; cfr. Mt 27, 48-49).
Así, pues, un soldado se apiada de Jesús; pero, para excusarse de la ayuda que presta y temiendo que otro quiera impedírselo, consiente en hablar como los demás de su corrillo y hasta simula participar en las burlas de ellos. A su pobre acto de misericordia le mezcla así unas gotas de amargura.
No obstante, ¿le salvaría aquel primer impulso de piedad? ¿Sería este soldado el centurión, el que bien pronto confesaría que Jesús era verdaderamente el Hijo de Dios? (Mc 15, 39).
Esta pobre misericordia que se ha ejercitado con Él, Jesús quiere que se le haga a sus miembros. La miseria fisica, que Él continúa sufriendo hasta el fin de los tiempos en seres que son suyos porque ha dado por ellos el precio de su sangre, está significada muchas veces en el Evangelio por la sed. «El que diere de beber a uno de estos pequeños aunque solo sea un vaso de agua fresca en razón de discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa» (Mt 10, 42). Recuérdese también el gran pasaje sobre el juicio final: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los Ángeles con Él, se sentará en su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dice el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Pues tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber… Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber?… Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a cada uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis…» (Mt 25, 31-40).
Socorrer la miseria física del mundo. Curar las llagas de Jesús en los más desfigurados e irreconocibles de sus miembros. Hoy, estas llagas son espantosas. «Si los católicos vieran Harlem con los ojos de la fe como deben, acudirían allí en masa: cientos de sacerdotes y laicos abandonarían todo, para tratar de aliviar la espantosa miseria, la pobreza, el sufrimiento, la vileza, el abandono de una raza deshecha y pervertida, moral y fisicamente, bajo la carga de una injusticia economica gigantesca»[v]. Solo el amor de Jesús puede curar las llagas de Jesús. Cualquier otro remedio es irrisorio. Acercandose a una negra, que se moria de cáncer, el autor citado añade: «Comprendí que poseía el secreto de Harlem, que conocía la forma de salir del laberinto. Para ella, no había paradoja; más aún, no estaba en el infierno de Harlem más que por el simple accidente de su presencia fisica. Vi en aquel rostro cansado, tranquilo y santo, la paciencia y la alegría de los mártires, la luz clara e inextingible de la santidad. Ante la puerta del edificio, sentadas en una silla con otras católicas al frescor agradable de la calle, en el crepúsculo, estas mujeres, en medio del torbellino de la muchedumbre perdida, son como un islote que llena de asombro a los transeúntes por la sensación de victoria, de paz, que infunden: esa paz profunda, insondable, radiante de las negras creyentes. Allí, ante mis propios ojos, sin necesidad de ir más lejos, entrevi la solución del problema de Harlem, la única solución: la fe, la santidad» [vi].
A la sed física que tortura a Jesús, se añade una sed más desgarradora todavía: su deseo de salvar al mundo.
Había dicho el Jueves Santo a sus discípulos: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22, 15). ¿Cómo puede desear así la Pascua, donde van a comenzar su agonía y su pasión? La respuesta secreta es que, desde su entrada en el mundo [vii], le atormentó y consumió un deseo tan grande de compensar la ofensa infinita hecha a Dios por el pecado y de abrir a los hombres los caminos del perdón prometidos por el profeta [viii], que la inminencia del suplicio sangriento de la cruz, por el que todas las cosas de la tierra y de los cielos van a ser reconciliadas [ix], significa para Él un misterioso alivio.
Esta sed del deseo que atormenta a Jesús es destacada por San Agustín en sus comentarios sobre los salmos: «¿Quería Cristo comer cuando buscaba frutos en la higuera, de tal manera que los tomaría si los encontraba? [x]. ¿Quería Cristo beber cuando dijo a la mujer de Samaría: Dame de beber, y cuando dijo en la cruz: Tengo sed? ¿De qué tuvo hambre Cristo, de que tuvo sed sino de nuestras buenas obras?»[xi]. Y en otro pasaje: «¿Puede caber alguna duda de que los hombres habían de ser atraídos por el bautismo al cuerpo de la ciudad de Jerusalén, cuya figura era el pueblo Israel?… Hasta el fin, este cuerpo tiene sed; camina y tiene sed. Bebe muchedumbres, pero jamás dejará de tener sed. De ahí la palabra de Jesús: Tengo sed; mujer, dame de beber. La Samaritana junto al pozo comprende que el Señor tiene sed y, sin embargo, es saciada ella por el que tiene sed. Primero cae ella en la cuenta de que Jesús tiene sed para acogerla luego Cristo cuando ella cree. Y sobre la cruz dijo: ¡Tengo sed! Pero no le dieron a beber lo que Él apetecía. De ellos mismos tenía sed, pero le dieron vinagre»[xii].
Santo Tomás insistirá a su vez sobre los dos sentidos, uno carnal, el otro espiritual, del Sitio (Tengo sed) [xiii]: «Si Jesús dijo: ¡Tengo sed! es ante todo porque muere con muerte verdadera, no aparente. En esta palabra se muestra además su ardiente deseo de la salvación del genero humano, según dice San Pablo: Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 3-4). Jesús mismo había dicho: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). La vehemencia del deseo se expresa a menudo por la sed, según lo que dice el salmista (Ps 52 (51), 3): Mi alma tiene sed del Dios vivo».
Estas interpretaciones le son muy queridas a Santa Catalina de Siena. «El hambre y la sed del ardiente deseo que Jesús tenía de nuestra salvación, escribe ella, es lo que le hacía gritar sobre el madero de la Cruz santísima: ¡Tengo sed! Como si dijese: Tengo sed y deseo de vuestra salvación, un deseo mucho más vehemente de lo que puede manifestar este suplicio corporal de la sed. Porque la sed del cuerpo es limitada, pero la sed del santo deseo es infinita [xiv]. En otra carta explica que si Jesús quedó saturado de oprobios en su cuerpo, fue insaciable en su deseo. Desde el momento de la Encarnación, tomó sobre sí la cruz del deseo de hacer la voluntad de su Padre y de salvar el mundo. Una cruz mucho más pesada que cualquier dolor corporal. Y así, cuando su fin se acerca, en la Cena del Jueves Santo, exulta su espíritu: el sufrimiento del sacrificio ya inminente echa fuera el sufrimiento del deseo; gracias al sacrificio, el deseo será otorgado» [xv].
¿Cómo hubiera comprendido la Santa de Siena tan intensamente esa sed de hacer la voluntad del Padre y de salvar el mundo que atormentaba a Jesús en la cruz, si no hubiera recibido ella misma una chispa al menos de ese fuego devorador? Su carta 16 está dirigida a un gran prelado. Con la impetuosidad de su deseo, le habla de los amigos de Dios que, viendo las ofensas que se le hacen en el mundo y la condenación de los hombres, experimentan en sí tal sufrimiento que pierden el interés por su propia vida. No sortean los sufrimientos, van hacia ellos. Se glorían como Pablo en las tribulaciones. ¡Oh, seguid a este Apóstol!, dice ella con audacia. Abrid los ojos. El lobo infernal se arroja sobre las ovejas que pastan en el jardín de la Santa Iglesia. Nadie se atreve a arrancarlas de sus fauces. Los pastores duermen en su amor propio, en la codicia, en la impureza. El orgullo los deslumbra hasta el punto de no ver que la gracia les ha abandonado. Se aman por sí mismos, no por Dios. Dejan crecer el mal, fingen no verlo, se callan. «Oh, queridísimo Padre, de un tal amor de vos yo quisiera que estuvieseis exento! Os conjuro a que hagáis que la Verdad primera no tenga que reprenderos algún día con estas palabras: ¡Maldito seas tú que te has callado.»
María de la Encarnación refiere como, siendo todavía ursulina en el convento de Tours, fue arrebatada por el espíritu apostólico y vio la indigencia de las tierras de misión, que se le iba descubriendo e inflamaba su deseo: «Veía en mi interior con plena certeza como los demonios triunfan de estas pobres almas a las que arrancan del dominio de Jesucristo, nuestro divino Maestro y soberano Señor, que las ha rescatado con su preciosa Sangre. Ante esta visión tan clara, yo entraba en celos, no podía más, abrazaba a todas estas pobres almas, las tomaba en mis brazos, las presentaba al Padre Eterno, diciéndole que era ya tiempo de que hiciese justicia en favor de mi Esposo, que recordase que le había prometido todas las naciones por herencia, y más aún, que Jesús había satisfecho con su Sangre por todos los pecados de los hombres…, y que si bien había muerto por todos, no todos vivían y que no tenía aún todas aquellas almas que yo le presentaba y llevaba en mi seno; que se las pedía todas para Jesucristo al que por derecho pertenecían» [xvi].
Santa Teresa de Lisieux sentía que su celo por salvar el mundo se identificaba en ella con el de la Iglesia eterna: «Quisiera iluminar las almas como los profetas, como los doctores. Quisiera, ¡oh Amado Bien mío!, recorrer la tierra, predicar vuestro nombre y plantar en el suelo infiel vuestra cruz gloriosa. Pero no me bastaría una sola misión: quisiera anunciar el Evangelio en todas partes del mundo a la vez y hasta en las islas más remotas. Quisiera ser misionera, no solo unos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y continuar siéndolo hasta la consumación de los siglos» [xvii]. Algunas horas antes de su muerte escribirá: «Jamás creí que pudiera sufrirse tanto. ¡Jamás! ¡Jamás! No puedo explicármelo más que por los ardientes deseos que he tenido de salvar las almas» [xviii].
Los santos, a semejanza de Cristo, tienen sed de la salvación del mundo. El sufrimiento redentor de Cristo en cruz, aunque podemos describirlo de fuera, no descubre su vehemencia, sus terribles exigencias más que a aquellos que, siglo tras siglo, se introducen decididamente en él sin reservar para sí nada de ellos mismos. El misterio de la corredención les abre los secretos más íntimos del misterio de la redención.
Jesús ruega por el mundo entero, si «mundo entero» significa todos los hombres. Se solidariza con cada uno de ellos: «Hijitos míos, dice San Juan, os escribo estas cosas para que no pequéis. Y si alguno peca, tenemos ante el Padre a un Abogado, Jesucristo, justo. Él es propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero» (1 Io 2, 1-2 ). Si Jesús envía por todas partes a sus discípulos, es para que el mundo entero crea que el Padre le ha enviado (Io 17, 21). Es el Mediador único entre Dios y los hombres, «que se entregó a Sí mismo para redención de todos» para que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4-6). Todos los que se salven, se salvarán por la única plegaria redentora que nos ha sido dada, la plegaria de Jesús en la cruz.
Pero Jesús no ruega por el mundo, si «mundo» significa la ciudad del mal [xix]. Ruega contra el mundo. Ruega por todos los hombres, contra el mundo que les empapa, para arrancarlos al mundo que está en ellos y trasplantarlos en plenitud a la ciudad de Dios. Sin embargo, incluso esta plegaria de Jesús puede quedar esteril. Yo puedo hacerme el fuerte ante ella, cerrarle mi corazón. Puedo desviar mi vida del Amor que viene a mí, primero desde el pesebre y luego desde la cruz. He aquí el infierno. Y que esto puedan preferirlo muchos con decisión final, es la causa suprema de la indecible agonía del Salvador.
«Yo pensaba en ti en mi agonía, por ti he vertido tales gotas de sangre»[xx]. Estas palabras son verdaderas teológicamente. En la esencia divina, donde sumergía su conocimiento, Jesús descubría con una sola mirada todo el desarrollo concreto de la historia del mundo. Veía, en cada minuto de su existencia, todas las almas inmortales por las que intercedía. Conocía cada pecado, cada ofensa infinita al Amor. Nuestras infidelidades de hoy y de mañana le han matado. Han desolado su agonía. Por todas ellas murió Cristo, teniéndolas presentes. Incluso una sola hubiera necesitado de redención infinita. La agonía de Jesús es así coextensiva con toda la tragedia humana. Toda la duración del tiempo, todas nuestras faltas y omisiones coinciden, en el fondo, con el instante irrepetible de la pasión redentora. Resulta entonces que si Jesús ha sufrido por pecados no existentes todavía, pero que se cometerán hasta el fin del mundo, entonces es verdad —aunque esto sea espantoso— que yo, pecando mañana, le habré causado la agonía hace dos mil años. Es uno de los sentidos de otro pensamiento de Pascal: «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: es preciso no dormir durante este tiempo» [xxi]. Hablando de los que han gustado el don de Dios y después reniegan de él, la Epistola a los Hebreos, con expresión misteriosa, declara autorizadamente «que crucifican por sí mismos al Hijo de Dios y le exponen de nuevo a pública ignominia» (Heb 6, 6).
Nuestros pecados de mañana habrán desolado la agonía de Jesús. Pero también es verdad que nuestras fidelidades de mañana le habrán consolado. Pio XI escribe, en la Encíclica Miserentissimus Redemptor (del 8 de mayo de 1928): «Si la previsión de nuestras faltas futuras volvía a Cristo triste hasta la muerte, ¿cómo dudar de que la previsión de nuestras futuras reparaciones le hayan dado, ya en ese momento, algún consuelo? ¿No dice el Evangelio que su tristeza y su angustia fueron consoladas por la visita del ángel? Pues nosotros tenemos ahora, para consolarlo, su corazón santísimo, al que no cesa de herir la ingratitud del pecado. Y podemos hacerlo de una manera muy misteriosa, pero verdadera. Cristo se lamenta, en la liturgia, por boca del salmista, de ser abandonado por sus amigos: El desprecio me ha destrozado el corazón; mis oprobios y afrentas no tienen remedio. Esperé la compasión, pero en vano; consoladores, y no los he encontrado»[xxii].
En la tercera de sus grandes visiones, San Nicolas de Flúe, transportado al cielo, oye a su ángel de la Guarda interceder por el junto al Padre y decir: «He aquí al hombre que ha levantado a vuestro Hijo, que le ha llevado, y que le ha asistido en sus aflicciones y en su miseria. ¿Queréis agradecérselo y quedarle reconocido?» Entonces vino a través del palacio alguien muy hermoso y grande, con la cara resplandeciente, vestido de blanco como un sacerdote con alba. Extendio los brazos sobre sus espaldas, le estrechó contra sí, y le agradecio con todo el amor de su corazón haber asistido a su Hijo y haberle socorrido en su pobreza. Y el solitario, desconcertado y espantado, dijo: «¡Yo no sé que haya prestado jamás un servicio a vuestro Hijo!» Y el Padre desapareció. Despues la Virgen vino también a mostrarle su agradecimiento. Y, al fin, el Hijo mismo. Su vestido estaba rociado de sangre. Se inclinó hacia el solitario y le agradeció tiernamente el haberle asistido en su dolor. Entonces el solitario vio que su vestido estaba teñido de rojo, como el del Hijo. Le sorprendió esto mucho, porque no se acordaba de haberse vestido jamás de esta forma»[xxiii]. Uno recuerda aquí aquellas palabras de Pascal: «Los elegidos ignorarán sus virtudes y los malvados la enormidad de sus crímenes: Señor, ¿cuándo te hemos visto hambriento, sediento, etcétera…?»[xxiv].
Se ha dicho antes que Jesús gozaba de la visión y del amor beatificos en la parte superior de su alma, pero que, en la parte inferior, sumergida en la misión que debía cumplir, alternaban las alegrías y las penas. La parte inferior de su alma sufría por nuestros pecados y, a la vez, gozaba por nuestras fidelidades. Todo el desarrollo de la historia del mundo, los ardores de la ciudad de Dios y las rebeldías de la ciudad del mal, la consolaban y la desolaban al mismo tiempo de forma indecible.
En el instante privilegiado de su pasión, que abarca todo tiempo, Jesús siente en su corazón todo el drama que la Iglesia vivirá hasta el fin del mundo. El instante de su pasión redentora, el punto final de su vida mortal, coexiste con todo el desarrollo del drama de la Iglesia irradiando sobre él la luz. En este sentido, el drama de la Iglesia es como una prolongación en el espacio y en el tiempo del drama de Jesús. La pasión de Jesús es ya, aunque en su fuente, la pasión de la Iglesia; la pasión de la Iglesia es, en su expansión, la pasión de Jesús.
Jesús tuvo sed de la gloria de Dios y de la salvación del mundo. Por eso ama tanto a los que experimentan esta sed. Por eso les promete fuentes de agua viva.
«El último día, el más solemne de la fiesta, narra San Juan, Jesús, puesto en pie, gritó diciendo: Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba… Como dice la Escritura: Ríos de agua viva correrán de su seno» (Io 7, 37-38), es decir, del seno del Salvador.
A la Samaritana, a la que quiere revelar otra sed distinta de las cosas temporales, y que sólo Él puede saciar, le responde: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría agua viva». Y como ella no adivina aún de qué agua le está hablando, añade: «Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere, no tendrá sed jamás; porque el agua que yo le daré se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna.» Entonces la mujer, entreviendo ya algo, dice: «Señor, dame de esa agua, para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla» (Io 4, 10-15).
El Libro de Isaías invitaba anticipadamente a todos los pobres que tienen sed a venir a beber a las fuentes mesiánicas: «¡Oh vosotros, los sedientos, venid a las aguas, aún los que no tenéis dinero! Venid, comprad trigo y comed; venid, comprad sin dinero» (Is 55, 1). Y el Señor profetizaba en el Libro de Zacarías: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia y de misericordia, y mirarán hacia mí. Y a aquel a quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito… Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia. Y aquel día, palabra del Dios de los Ejércitos, yo haré desaparecer del país a los profetas y al espíritu impuro» (Zach 12, 10; 13, 1-2; según traducción de M. J. LAGRANGE, Rey. Biblique, 1906, p. 75).
En el Libro del Eclesástico, la Sabiduría eterna anuncia hablando de sí misma: «Los que me coman quedarán con hambre de mí, y los que me beban quedarán de mi sedientos» (Eccli 24, 29). En cambio, Jesús proclama en San Juan: «El que beba del agua que yo le diere ya no tendrá sed jamás» (Io 4, 14). Y también: «El que viene a mí, no tendrá más hambre, y el que crea en mí jamás tendrá sed» (Io 6, 35). ¿Cómo conciliar estos textos? Dejemos hablar a Bossuet [xxv]:
«No tendrá jamás ni hambre ni sed que no sea de mí; pero tendrá un hambre y una sed insaciable de mí: y jamás cesará de desearme. Será una sed insaciable y, no obstante, satisfecha; porque tendrá la boca en la misma fuente: Los ríos de agua viva brotarán de sus entrañas [xxvi]. El agua que yo le daré se hará en él una fuente de agua que salta hasta la vida eterna (Io 4, 14). Siempre tendrá, pues, sed de mi verdad, pero podrá siempre beber y le llevará a la vida, donde ya no tendrá por qué desear más; porque le haré gozar con la belleza de mi rostro y saciaré todos sus deseos. ¡Venid, pues, Señor Jesús, venid! El Espíritu dice siempre: Venid. La Esposa dice siempre: Venid. Repetid todos los que escuchás: Venid. Y el que tenga sed, venga. Venga todo el que desee recibir gratuitamente el agua viva (Apc 22, 17 y 20). Venid, no se excluye a nadie; venid, no cuesta nada; solo es preciso querer.
«Vendrá un día en que ya no se dirá más: Venid. Cuando llegue este Esposo tan deseado, no habrá necesidad de decir: Venid. Se dirá eternamente: Amén, así sea, todo esta cumplido; Alleluia, alabemos a Dios, que ha hecho bien las cosas; ha cumplido cuanto había prometido y lo único que resta es alabarle.»
El Espíritu de Yahvé, que reposó sobre el Mesías, era, según la profecía de Isaías, «… un Espíritu de consejo y de fortaleza» (Is 11, 2). El don de fortaleza se manifiesta de dos formas. Una más ostensible: es la valentía, la intrepidez en el ataque. La otra, más significativa: es la paciencia, la constancia en la adversidad.
En su explicación del Sermón de la Montaña, San Agustín [xxvii] relaciona con el don de fuerza la cuarta bienaventuranza, la de los que tienen hambre y sed de justicia.
El Espíritu de fortaleza llevará al Salvador a afrontar valerosamente la cruz para saciar su vehemente hambre y sed de la gloria de Dios y de la salvación de las almas. Al entrar en el mundo dijo en su interior: «No has querido sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado, no los aceptaste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo, para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 5-7). El Jueves Santo se adivina una especial vehemencia en su deseo de morir: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22, 15). Un poco más tarde, en Getsemaní, cuando esta invadido por el pavor y el tedio, solo un acto purísimo de la fortaleza que mantiene le hara decir al Padre: «No lo que yo quiero; sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36). Y después, a los discípulos: «Levantaos; vamos. Ya se acerca el que me ha de entregar» (Mc 14, 42).
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.» Es la bienaventuranza del don de fortaleza. Y he aquí la recompensa: «serán saciados» (Mt. 5, 6). En la tierra, les saciarán su hambre y su sed cosas eternas. No tendrán hambre ni sed de cosas ternporales. Como Jesús, tienen hambre y sed de la Parusía. Se esfuerzan por adelantar con su deseo el advenimiento del gran día de Dios, en que los cielos inflamados se disolveran; porque esperan, «según su promesa, unos cielos nuevos y una tierra nueva, donde habitará la justicia» (2 Pet 3, 12-13). Cuando el último enemigo, que es la muerte, sea vencido, cuando todas las cosas sean devueltas a Dios Padre, cuando toda la justicia de la que Cristo ha tenido sed llegue a su plenitud, entonces también ellos, con Cristo, serán saciados.
Oh Jesús, ¿cómo podéis tener sed de esta alma mía maloliente? ¿Cómo podéis tener sed de estos pobres y demasiado breves momentos de oración que trato de ofreceros cada día?
[i] Super Evang. S. Ioannis lecture, 19, v. 28 (Marietti, Romae 1952, p. 453, n. 2447).
[ii] M. J. LAGRANGE, Evangile selon St. Luc, París 1951, p. 585. El pasaje del Talmud, citado por el mismo autor en su Evangile selon St. Marc, París 1947, p. 426, alude expresamente al libro de los Proverbios, 31, 6-7: «Dad licores fuertes al moribundo, y vino a los afligidos. Que beba y olvide su desgracia y no se acuerde más de sus penas.»
[iii] M. OVERNEY, Evangile selon St. Matthieu, Fribourg 1944, p. 246.
[iv] M. J. LAGRANGE, L’Evangile de Jesús-Christ, página 571.
[v] THOMAS MERTON, La nuit privee d’étoiles, p. 307.
[vi] Ibid.
[vii] «Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos borre los pecados. Por eso Cristo, entrando en este mundo, dijo: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los aceptaste. Por eso yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 4-7).
[viii] «Aquel día habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificacion del pecado y de la inmundicia» (Zac 13, 1).
[ix] Plugo a Dios «reconciliar por Él todas las cosas consigo mismo, pacificando con la sangre de su cruz así las de la tierra como las del cielo» (Col 1, 20).
[x] «Al día siguiente, al salir de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera fue a ver si por acaso encontraba en ella alguna cosa. Y acercándose, no encontro en ella más que hojas, porque no era tiempo de higos» (Mc 11, 13). Sobre esto escribe LAGRANGE: «El relato de la higuera es una escena real en cuanto que Jesús buscó fruto y maldijo la higuera. Pero su intención no era satisfacer su hambre; desde el principio pretendía dar una lección a sus discípulos», Evangile selon St. Marc, París 1947, p. 299.
[xi] Enarrat. in Psalmos, 34, sermon 2, n. 4 , BAC, t. 19, p. 539.
[xii] Enarrat. in Psalmos, 61, n. 9 (BAC, t. 20, p. 543).
[xiii] Super Evang. S. Ioannis lect., 19, v. 28 (Marietti, Romae 1952, pp. 453-454, n. 2447).
[xiv] Epistolario, carta 8, edic. Misciatelli, Siena 1913, t. I, p. 34.
[xv] «Con la pena corporale si cacciava la pena del desiderio; perocchè vedevo adempito quello che io desideravo», Carta 16; edic. cit., I, p. 65.
[xvi] Ecrits spirituels et historiques, edic. Jamet, París 1930, t. II, p. 310.
[xvii] Historia de un alma, cap. II, n. 13 (version cast., edic. Monte Carmelo, Burgos 1947, p. 304). Un poco antes, la Santa se admira de que Dios no «tenga a menos mendigar un poco de agua de la Samaritana. Tenía sed. Pero al decir Dame de beber era el amor de su pobre creatura lo que pedía el Creador del universo. Tenía sed de amor», Ibid., n. 5 (versión cast. cit., página 299).
[xviii] Novissima verba, p. 194 (versión cast. cit., p. 493).
[xix] «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste, porque son tuyos» (Io 17, 9). Algunos autores restringen estas palabras a los discípulos inmediatos de Jesús. El sentido sería entonces: Yo ruego ahora por los discípulos, no ruego ahora por el resto del mundo. Cfr. LAGRANGE, Evangile selon St. Jean, París 1925, p. 445. Ver más arriba, pp. 14-15.
[xx] PASCAL, Pensées, edit. Brunschvicg, n. 553.
[xxi] Ibid. Ver mas adelante, p. 232.
[xxii] Ps 69 (Vulg. 68), 20-21. Este salmo se recita en los maitines del jueves.
[xxiii] CH. JOURNET, Saint Nicolas de Flue, Neuchatel-Paris 1947, pp. 55-57.
[xxiv] Pensées, edic. Brunschvicg, n. 515.
[xxv] Meditations sur L’Evangile. La Cene, 1ª parte, día 30.
[xxvi] Io 7, 38. Bossuet prefiere esta lectura: «El que cree en Mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva correran de su seno».
[xxvii] De Sermone Domini in monte, I, 3, n. 10 (PL 34, 1333).