Jesús autem dicebat: Pater dimitte illos, non enim sciunt quid faciunt.
Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
La Cruz de Jesús es la luz infinita del Verbo bajo el velo del supremo sufrimiento humano.
Jesús tiene la Ciencia de lo que le va a ocurrir. Sabe que viene al mundo para morir en la Cruz: «No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo… Entonces yo dije: Heme aquí que vengo, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad» (Hebr 10, 5-7). Por tres veces manifiesta abiertamente la presciencia que tiene de los hechos de su pasión. Primero, junto a Cesárea de Filipo, después de la confesión de Pedro: «Comenzó a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y al tercer día resucitar» (Mt 16, 21). Luego cerca de Cafarnaúm, al atravesar Galilea: «El Hijo del hombre tiene que ser entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles para que le escarnezcan, le azoten y le crucifiquen, pero al tercer día, resucitará» (Mt 20, 18-19).
A medida que se acerca su hora, quiere que se vea que conoce de antemano el desarrollo de los hechos: «Sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para que le crucifiquen» (Mt 26, 1). A los que se escandalizan de la únción de Betania, Él revela la secreta finalidad de esa acción: «¿Por que molestáis a esta mujer?… Derramando este ungüento sobre mi cuerpo, me ha ungido para mi sepultura» (Mt 26, 10-12). Él sabe que uno de sus discípulos piensa entregarle: «Llegada la tarde, se puso a la mesa con los doce discípulos, y mientras comían dijo: En verdad os digo que uno de vosotros me entregará» (Mt. 26, 20-21). Sabe también que Pedro le negará, a pesar de que sólo piensa en serle fiel: «En verdad te digo que esta misma noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (Mt 26, 34).
¿Por qué este extraño cuidado de Jesús por manifestar su presciencia? Quiere que se comprenda que, si en apariencia es víctima de los hechos, en realidad los domina, y que va a la muerte con la soberana lucidez y con todo el poder de un Dios. Clavado en la Cruz, sigue dominando el curso de los acontecimientos. Hay en Él una magnanimidad inalterable. No es su dolor terrible lo que aflora en su primera palabra. Lo que le preocupa es hacer descender sobre la tierra el perdón de su Padre.
La primera palabra es relatada por San Lucas. Jesús, poco antes de ser puesto en la Cruz, hizo entrever el abismo de la injusticia de los hombres. Los castigos que esta desencadena son espantosos. «Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por Él. Vuelto a ellas, Jesús dijo: ¡Hijas de Jerusalén!, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque vendrán días en que se dirá: “¡Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron!”. Entonces dirán a los montes: “Caed sobre nosotros”; y a los collados: “Ocultadnos”; porque si esto se hace con el leño verde, con el seco, ¿qué será?» (Lc 23, 27-31).
El leño verde es el retoño salido del tronco de Jesé, sobre quien reposa el Espíritu de Yahvé (Is 11, 1-2). Los días terribles son los días del castigo. De tiempo en tiempo aparecen en la historia, abalanzándose como los golpes de mar, y entonces, como en la ruina de Samaría, los hombres gritan a las montañas: “Cubridnos”, y a los collados: “Caed sobre nosotros” (Os 10, 8). Al final asolarán el mundo. Si viene el perdón de Dios —y vendrá maravillosamente a causa de Jesús— no será para impedir que la injusticia del mundo fructifique en catástrofes, sino ante todo para salvar, en el seno mismo de estas catástrofes ciegas, el destino supremo de las almas. En tiempo del diluvio, «cuando la paciencia de Dios esperaba», esto no sucedía para detener la subida de las aguas, sino para salvar a aquellos espíritus hasta entonces «incrédulos», pero al fin desengañados; a ellos descenderá el alma misma de Cristo en la tarea de Viernes Santo para llevarles con su presencia la libertad y darles la visión beatifica [i].
«Con Él llevaban a otros dos malhechores para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 32-34).
A los condenados se les crucificaba fuera de la ciudad, a lo largo del camino. Según el uso romano, se fijaba primeramente en tierra la cruz, es decir, un poste vertical. Probablemente se clavaba luego al condenado por las manos a la barra transversal o patíbulo, patibulum. La barra era entonces levantada y colocada en forma de T sobre el poste. Finalmente se clavaban los pies con dos clavos sobre una especie de soporte ajustado al poste [ii].
¡Padre! Es la primera palabra. Jesús dice «Padre», como en la resurrección de Lázaro: «Padre, tu doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas» (Io 11, 42). También ahora será escuchado: el centurión lo confesará (Lc 23, 47), habrá muchos bautismos en el día de Pentecostés (Act 2, 41).
«Padre, perdónalos…» No es su dolor lo que le preocupa; es nuestro pecado: ante todo, la herida, la ofensa que hace a Dios; después, el daño que nos hace a nosotros mismos. Para un mal tan grande no hay remedio en la tierra. ¿Vendrá de lo alto? ¿Vendrá el perdón? Será entonces la vida saliendo de la muerte, una fiesta en los corazones, una primavera de la tierra.
Pide con su corazón de hombre que el Padre perdone; es preciso pedir, con nuestro corazón de hombres, que el Padre perdone. Contra el odio y el desenfreno de los instintos de aquí abajo, Jesús apela a la magnanimidad del cielo; es necesario seguir apelando con Él a la grandeza de lo alto contra el odio, las locuras y los crímenes de la tierra. Con Él entra en el mundo, para no abandonarlo jamás, una nueva fuerza, más poderosa que el mal del mundo. El antiguo reino de la violencia va a enfrentarse con otro, que es un reino nuevo.
Le seguirán los santos, los mártires: «Puesto de rodillas, Esteban gritó con fuerte voz: Señor, no les imputes este pecado. Y diciendo esto, se durmió» (Act 7, 60). En adelante un gran cambio aparece en la tierra.
«Lo que fue, eso será. Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará; no se hace nada nuevo bajo el sol. Una cosa de la que dicen: “Mira, esto es nuevo”, aun esa fue ya en los siglos anteriores a nosotros.» Tales son las palabras del Eclesiastés (1, 9-10).
Pero San Pablo escribe: «Vivíamos en servidumbre, bajo los elementos del mundo; mas al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer…» (Gal 4, 3). Jesús no había venido en épocas anteriores. Hay, pues, algo verdaderamente nuevo bajo el Sol. Es un reino, largo tiempo esperado. Es el reino de los perdones del Amor.
Hay momentos en que Jesús no reza por el mundo, sino solamente por sus discípulos mas próximos: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste, porque son tuyos… y yo he sido glorificado en ellos» [iii].
En otros momentos, extiende su plegaria abarcando también a todos los fieles: «No ruego solo por estos, sino por cuantos crean en mí por su palabra» (Io 17, 20).
Pero, además de estas plegarias especiales, hay en Él una súplica permanente para todos los hombres sin excepción. Es al mundo entero a quien viene a buscar, a quien quiere salvar, por el que muere: «Tanto amo Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él» (Io 3, 16-17).
Y hay momentos en que Jesús ruega muy especialmente por los que más les desconocen: «Padre, perdónalos.»
¿Perdonará Dios la ofensa hecha a Dios? ¿Perdonara el Padre la ofensa hecha a su Hijo?
Jesús perdona de corazón la ofensa hecha a su humanidad. Al criado del sumo sacerdote que le abofeteo, le dijo: «Si hablé mal, muestra en qué, y si bien, ¿por qué me pegas?» (Io 18, 23).
Ahora, no reprocha nada a los hombres. Mira por encima de ellos. Ve el destino eterno que les espera. Por ellos está en la Cruz. Y dice: «Perdónalos».
El día que aparezca ante Él, después de haberle ofendido —sabiendo, yo sí, que era el Hijo de Dios—, ¿qué diré cuando me acusen los pecados y traiciones de mi vida? Habré tenido, sin embargo, esta Cruz en que Él va a estar en agonía por mí, donde va a derramar por mí hasta la última gota de su sangre, donde va a decir por mí: «Padre, perdónalo.»
Oh Jesús, Dios mío, hazme sentir desde ahora cuánto os he hecho sufrir.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Saben y no saben. Algo saben, si es que hay pecado. Y no lo saben todo, lo cual es un título para el perdón. Sin embargo, es desigual su responsabilidad.
«Los mayores (majores) y los principales de entre ellos (príncipes), explica un antiguo texto [iv], conocieron, como también los demonios, que Jesús era el Mesías prometido en la ley: pues todos los signos anunciados por los profetas eran visibles en Él. Pero ignoraban el misterio de su divinidad.» Por ello, el Apóstol puede decir que, si le hubieran conocido, jamás habrían crucificado al Señor de la gloria (1 Cor 2, 8). «No obstante, continúa Santo Tomás, su ignorancia no les impedía ser criminales, pues era en cierto modo afectada. Veían, en efecto, señales evidentes de la divinidad de Cristo, pero por el odio y la envidia, las deformaban; de modo que no quisieron creer en las palabras de Jesús, con las que se declaraba Hijo de Dios. Por eso Cristo dijo de ellos: “Si no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Io 15, 24)»[v].
«En cambio, los pequeños (minores), las gentes del pueblo (populares), que no estaban instruidos en los misterios de la Escritura, no conocieron plenamente ni que era el Mesías ni que era el Hijo de Dios. Ciertamente, muchos creyeron en él; pero la mayor parte no creyeron. En ciertos momentos, ante la multitud de milagros y la grandeza de su doctrina, incluso llegaron a preguntarle si era el Cristo, como se ve en el capitulo séptimo de San Juan; pero en seguida fueron mal aconsejados por sus jefes y no comprendieron ni que era el Hijo de Dios ni que era el Mesías. De ahí, las palabras de San Pedro en su segundo discurso: “Sé que habéis hecho esto por ignorancia” (Act 3, 17)»[vi].
Las palabras del Apóstol en este segundo discurso contienen un profundo misterio: «Disteis muerte al príncipe de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos… Ahora bien, hermanos, ya se que habéis hecho esto por ignorancia, como también vuestros príncipes (vuestros arjontes). Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Ungido» (Act 3, 15-18). Así, la ignorancia de los hombres atenúa este mal, del que Dios toma ocasión para dar a los hombres a Cristo, que es para ellos el mayor bien. Los hombres son menos poderosos para hacerse mal que Dios para hacerles bien.
También San Pablo habla de la ignorancia de los jefes de los arcontes: «Hablamos entre los (cristianos) perfectos una Sabiduría que no es de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, abocados (aquí) a la destrucción; sino que enseñamos una Sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria, que no conoció ninguno de los príncipes de este mundo; pues si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1 Cor 2, 6-8). Los príncipes de este siglo son los jefes, los poderosos que dirigen el mundo sirviéndose de la religión, de la política y del pensamiento; pero que se dejan endemoniar por los que San Pablo llama en otra parte «los principados, las potestades, los dominadores de este mundo tenebroso, los espíritus malos de los aires» (Ef 6, 12). Colectivamente considerados, han podido conocer que Jesús era un ser excepcional, hacia quien parecían converger las profecías, «pero ignoraron el misterio de la Encarnación y no comprendieron, ante la sorprendente llegada que desbarató todos sus planes, todos sus cálculos, con qué plenitud de sentido Jesús se llamaba Hijo de Dios» [vii]. De lo contrario, jamás habrían crucificado al Señor de la gloria que, algún día, pulverizaría la de ellos.
La excusa, pero también la condenación, de la sabiduría de los príncipes de este siglo y de los adoradores de la voluntad de poderío está en no haber reconocido la Sabiduría de Dios aparecida en el misterio. «Los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1, 22-23).
¿Sabía San Pablo lo que hacía cuando perseguía a los cristianos? Era por celo de la Ley, tal como se la entendía en el judaísmo. Escribe a los Gálatas: «Habéis oído mi conducta de otro tiempo en el judaísmo, como perseguía con ardor a la Iglesia de Dios y la devastaba, aventajando en celo por el judaísmo a muchos de los coetáneos de mi nación y mostrándome defensor de las tradiciones paternas» (Gal 1, 13-14). En el mismo sentido escribe a los Filipenses, azuzados también por los judaizantes: «No ponemos nuestra confianza en la carne. Aunque yo podría confiar en la carne, y si hay algún otro que crea poder confiar en ella, yo más todavía. Circuncidado al octavo día, de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos, y según la Ley, fariseo, y por el celo de ella, perseguidor de la Iglesia; según la justicia de la Ley, irreprochable» (Phil 3, 3-6). El testimonio de su celo judaico es mas neto aún ante el rey Agripa: «Yo me creí en el deber de hacer mucho contra el nombre de Jesús Nazareno, y lo hice en Jerusalén, donde encarcelé a muchos santos, con poder que para ello tenía de los príncipes de los sacerdotes, y cuando eran muertos, yo daba mi asentimiento. Muchas veces, por todas las sinagogas, les obligaban a blasfemar (apostatar) a fuerza de castigos y, loco de furor contra ellos, los perseguí hasta en ciudades extranjeras» (Act 26, 9-11).
Este celo de violencia podría parecerle puro a una mirada apasionada y partidista. Pero ¿lo era a los ojos de la verdad? El apóstol sabe ahora que no. Y comprende también que su ceguera le condenaba y excusaba a la vez; por eso dirá al fin de su vida: «Gracias doy a nuestro Señor Cristo Jesús, que se fortaleció, por haberme, juzgado fiel al confiarme el ministerio a mí, que primero fui blasfemo y perseguidor violento, mas encontré misericordia, porque lo hacía por ignorancia en mi incredulidad; y sobreabundó la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad en Cristo Jesús» (1 Tim 1, 12-14).
Tal es el entrecruzamiento de las ignorancias del hombre y los perdones de Dios.
Sabemos y no sabemos lo que hacemos cuando pecamos. Sabemos que hacemos mal, que destrozamos en nosotros una pureza, que traicionamos una fidelidad, una libertad, una grandeza. Pero no sabemos el fondo de este mal, lo irreparable que lleva consigo, la libertad, la pureza, la grandeza que destruye en nosotros. Más tarde se querrá que esto jamás hubiera sucedido.
Sobre todo, medimos mal la herida, la afrenta, la ofensa que se le hace a Dios, al Dios Amor. La ofensa del pecado consiste no en alzarse contra un Bien que sea una cosa, sino que se ataca a una Persona infinita, que me ama con un Amor infinito, de quien he recibido todo lo que en mí no es despreciable y que ha tenido a bien pedirme mi amor, mi pobre amor. Yo puedo dárselo: «Si alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» (Io 14, 23). Y puedo hacerle afrenta, ofenderle; entonces el mal es infinito.
Los teólogos distinguen en el pecado la falta o daño que produce en nosotros y la ofensa que hace al Amor; en este segundo aspecto el pecado es un mal verdaderamente infinito, que solo podía compensar la venida de un Dios hecho hombre. Dar o rehusar a Dios el propio amor, nuestro pobre amor; optar por un bien infinito o por un mal infinito: he aquí el dilema de toda vida humana. El hombre es incomparablemente más grande de lo que él cree, sea para el bien o para el mal. «Los elegidos, —dice Pascal—, ignoraron su virtud y los malvados la enormidad de sus crímenes: Señor, ¿cuándo te hemos visto tener hambre, sed, etc.?» [viii].
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» No saben ni la ofensa que hacen a tu Amor ni la profundidad que tu Amor alcanza. No saben siquiera el daño que se hacen a ellos mismos y que el rechazo del Amor es, ya en la tierra, el infierno que inauguran libremente en ellos. No saben lo irreparable del pecado, la catástrofe del primer pecado mortal, la horrible tristeza del segundo: «porque el que peca por segunda vez despierta al dolor un alma muerta y la despoja de su sudario manchado y le hace sangrar nuevamente gruesas gotas de sangre, ¡y la hace sangrar en vano!» [ix].
Sin embargo, el perdón de Dios repara lo irreparable. No a base de hacer que lo que ha sido roto no haya sido roto. Sino haciendo que, en el mismo corazón en que el pecado ha deshecho las rosas del primer amor, florezcan de nuevo la pureza y la frescura, y las rosas lozanas de un segundo amor, que resultan tan bellas y a veces mucho más que las primeras, con su arrepentimiento, sus lágrimas y su renovado ardor.
He ahí, en un nuevo sentido, el Reino de los perdones del Amor. No se trata ahora del Reino de los que, a imitación del diácono Esteban, y hasta el fin del mundo, responden al odio con el perdón; sino del Reino de los que, como María de Magdala, hasta el fin del mundo y por toda la tierra, son los perdonados del Amor.
Tal vez hayan sido asesinos. Se les enterrará en el patio de una cárcel. Los hombres no pondrán flores en sus tumbas: «Creen que un corazón de asesino corrompería cualquier simple semilla que sembrasen. ¡No es verdad! La buena tierra de Dios es mas generosa de lo que creen los hombres, y la rosa roja se abrirá más roja, y la rosa blanca, más blanca. ¡Por encima de su boca, una rosa, roja! ¡Y encima de su corazón, una blanca! Porque ¿quién puede decir de qué extraña manera manifiesta Cristo su voluntad…?» [x].
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» La primera palabra de Cristo en la Cruz es una palabra de inmensa misericordia para el mundo.
«Bienaventurados los misericordiosos…» (Mt 5, 7). Hay corazones llenos de perdones. Parecen no sentir mas preocupación que la de perdonar. Se las ingenian para perdonar. Tienen maravillosas, divinas ocurrencias para difundir el perdón. El Espíritu Santo los llena de sus luces, de sus consejos, desarrollando así su iniciativa para dar y perdonar. Son los misericordiosos. Sus actos, transidos por los rayos del don de consejo, son tan magnánimos, tan puros, que los teólogos, siguiendo al Evangelio, les dan el nombre de bienaventuranzas: «Bienaventurados los misericordiosos…» Son los santos, los verdaderos discípulos de Jesús.
Tratándose de Cristo, no son ya los rayos, sino la fuente misma y el principio del don del consejo lo que ilumina su corazón.
Un retoño, había dicho el profeta, «saldrá del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago. Sobre el que reposará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza…» (Is 11, 1-2). ¿No es el mismo Espíritu de consejo quien le recuerda que los misericordiosos son bienaventurados porque su recompensa consistirá en alcanzar misericordia y quien le impulsa así, desde el momento en que le levantan clavado en la cruz, a implorar del Padre, en nombre de su horrible sufrimiento, el perdón del mundo entero? ¿Y cómo una intercesión tan vehemente podría quedar sin eficacia para cuantos, a lo largo de los siglos, recurrieran a ella con amor para obtener el perdón, aunque fuesen los mayores pecadores de la tierra?
Durante su vida publica, Jesús se defendió contra las acusaciones que lanzaron contra Él: poseído de Beelzebul (Mt 10, 25; 12, 24), comilón y bebedor de vino (Mt 11, 19), revoltoso (22, 21), blasfemo (26, 65), seductor del pueblo (27, 63). Ahora que ha triunfado la máquina de la iniquidad, cuando ya no queda nada que esperar de los hombres ni de su justicia, cuando la medida del mal se ha colmado, Jesús sale a favor de ellos, apelando a las profundidades del Reino de Dios y a los perdones incomprensibles de su Amor: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.»
En la salvaje lucha que la voluntad de dominación del ateismo, ebrio de sus violencias, de sus victorias políticas, de sus mentiras, mantiene hoy contra todo lo que lleva todavía un sello de la fe de Dios, el deber del cristianismo es combatir hasta el fin en el plano humano en nombre de la justicia, de la rectitud, de la dignidad inalienable del hombre y de su alma inmortal. Cuando la máquina del mal le ha triturado, cuando se le ha condenado a los campos de la esclavitud y de la muerte lenta, cuando se le ha hecho bajar a las celdas de una prisión subterránea donde comprende que tratan de degradar, a base de una bien medida dosificación de la tortura, su psiquismo humano; cuando se le ha robado a sus hijos para arrancar de su alma la fe bautismal y verter en ellas el odio a Dios; cuando no tiene ya recurso alguno posible contra la vorágine de este abismo de maldad, entonces aún le queda volver por última vez su corazón hacia las profundidades del Reino de Dios y decir, también él, con Jesús: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
[iv] Quaestiones Veteris et Novi Testamenti, p. 76. Esta obra, atribuida a S. Agustín, hoy se considera apócrifa.
[v] Si no llegaron siquiera a reconocerle como Mesías, entonces es su propia concepción acerca del Mesías lo que les condena. Ver más adelante, p. 188.