La luz infinita del Verbo brilla en el centro mismo del sufrimiento de Jesús. En su corazón mora la paz de Dios, dominando las vicisitudes del tiempo. Sus tres primeras palabras no reflejan su propio dolor, están abiertas sobre el de los demás: perdona al mundo, salva al bandido y nos entrega a su Madre.
Sin embargo, la escena, desde fuera, es atroz. La crucifixión de Jesús es un espectáculo espantoso. «Los primeros cristianos, dice un historiador, tenían horror de representar a Cristo en cruz. Habían visto con sus ojos aquellos pobres cuerpos completamente desnudos, fijos a un tosco palo con una barra transversal superpuesta en forma de T, con las manos y los pies clavados a este patíbulo, el cuerpo desplomándose bajo su propio peso y la cabeza colgando; los perros, atraídos por el olor de la sangre, mordiendo los pies; los buitres revoloteando sobre este campo de carne, y el ajusticiado, consumido por las torturas y abrasado de sed, llamando a la muerte con gritos hondos y sin voz. Era el suplicio de los esclavos y de los bandidos. Esto fue lo que soportó Jesús»[i].
Ahí donde los ojos de la carne no ven más que una horrible tragedia, los ojos de la fe contemplan un misterio grandioso. Este crucificado ensangrentado es el Hijo Único de Dios. Parece arrastrado por el mecanismo de los acontecimiento y, sin embargo, son los acontecimientos los que van a donde Él los conduce. «Dios, dice San Pablo, estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). Le plugo a Dios, dice también, «que en Él habitase toda la plenitud y por Él reconciliar consigo todas las cosas, pacificando con la sangre de su Cruz así las de la tierra como las del cielo» (Col 1, 19-20).
No es el dolor de su cuerpo lo que le hace gritar. Al menos, hasta ahora. Su primera palabra es para dispensar al mundo el perdón: «Padre, perdónalos». En adelante, el perdón del Padre está ya a punto para repartirse. El perdón va a perdonar. Va a perdonar al bandido inmediatamente y de modo maravilloso, concediéndole incluso la salvación.
La segunda palabra de Jesús se encuentra también en San Lucas. «Con Él llevaban otros dos malhechores para ser ejecutados. Cuando llegaron al lugar llamado Calvario le crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda… había también una inscripción sobre Él: “Este es el Rey de los judíos.” Uno de los malhechores crucificados le insultaba, diciendo: ¿No eres tu el Mesías? Sálvate, pues, a ti mismo y a nosotros. Pero el otro, tomando la palabra, le respondía, diciendo: ¿Ni siquiera tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero este nada malo ha hecho. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Él le dijo: “En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso”» (Lc 23, 32-33, 38-43).
La suerte de estos dos hombres que suben con Jesús hacia el Calvario es misteriosa. Toda vida que se aproxima a Jesús, para rechazarle o para aceptarle, alcanza de golpe la profundización de su misterio.
Pretenden mezclar el nombre de Jesús con el de los culpables, disipar su memoria con la de hombres despreciables. Porque se les crucifica a los tres juntos, Él en medio. «Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha, y otro a su izquierda», dice San Marcos (15, 27); el versículo siguiente, que parece una glosa sin interés, recoge un punto de la profecía del siervo de Yahvé: «Fue contado entre malhechores» (Is 53, 12).
Pero para las generaciones venideras, el nombre de Jesús no cae en el olvido ni se pierde su memoria. Sucede al revés: queda fijo para siempre el recuerdo de estos dos bandidos y de su muerte diversa.
El destino desigual de estos dos hombres representa las dos actitudes extremas ante el sufrimiento. El dolor puede liberar a las almas y puede también rebelarlas. Dios lo orienta hacia la santidad, pero las almas pueden alzarse contra Dios y llenarse de amargura. Hay cruces de blasfemia y cruces de paraíso.
Sobre la colina del Calvario, las tres cruces sangrientas parecen iguales. Para los ojos, es el mismo espectáculo horrible, la misma tragedia. Para los soldados, el mismo servicio de guardia. Por pura simetría han puesto en medio aquella en que había de clavarse una inscripción: “Este es el Rey de los judíos”.
«Muchos, dice San Agustín, sufren en la tierra por sus pecados y por sus crímenes. Por esto es necesario discernir con mucho cuidado no el sufrimiento, sino la causa. La pena de un criminal puede ser igual a la de un mártir, pero la causa es distinta.
Hay tres hombres crucificados: uno da la salvación, otro la recibe y otro la menosprecia; para los tres es igual la pena, pero distinta la causa: tres erant in cruce; unus salvator, alius salvandus, alius damnandus; omnium par poena sed impar causa»[ii].
Tres palabras, que brotan del corazón de las tres cruces, hacen ver el abismo que las separa.
«Uno de los malhechores crucificados le insultaba, diciendo: ¿No eres el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Sabía que Jesús se llamaba el Mesías. Como se crucificaba a lo largo de los caminos podía oír también las ironías de los transeúntes: «Los transeúntes le injuriaban moviendo la cabeza y diciendo: ¡Bah!, tu que destruías el templo de Dios y lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15, 20). Igualmente los príncipes de los sacerdotes «se mofaban entre si con los escribas, diciendo: A otros salvo, a sí mismo no puede salvarse. ¡E1 Mesías, el rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos!» (Mc 15, 31-32).
¿Habría odio en este hombre? Había vivido totalmente al margen de las leyes, que él juzgaba injustas; había sido un revolucionario. Ahora estaba preso, sin posibilidad de escaparse, clavado en una cruz. Definitivamente había perdido la partida. Y le invade una vehemente cólera. ¡Si al menos este hombre crucificado a su vera tuviese algún poder! ¡Por qué llamarse el Mesías cuando se es impotente lo mismo frente a los hombres que frente a su sistema social! Si fue este su caso, entonces sin duda dijo con despecho, con odio: «¿No eres el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero tal vez la rebeldía de este hombre fuera más profunda. Quizás se había rebelado contra la vida haciéndose bandido. Sabía que se exponía, había aceptado de antemano cualquier eventualidad. Ahora estaba atrapado: era una regla del juego. No quedaba ya más que morir en silencio para salir de un mundo sin esperanza. ¿Cómo este iluminado, este débil de espíritu, que muere a su lado, no ha comprendido la nada de toda existencia? ¿Cómo ha podido creer en la posibilidad misma de un Mesías y de una salvación? No es hora ya de que despierte de su sueño? Si todo esto fue así, entonces habría que considerar como fruto de una piedad burlona aquellas palabras: «¿No eres el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
¿Cual de estas dos formas de desesperación mina el corazón del primer crucificado? En cualquier hipótesis, lo cierto es que pasa, sin reconocerla, junto a una salvación que no volverá jamás. ¿Entró así, con esta conciencia, en la muerte? ¿Se habrá eternizado su odio, su desafío? ¿O disipó su noche un destello de luz en el último instante, tal vez después de las siete palabras, incluso después de la muerte de Jesús?
«Pero el otro, tomando la palabra, le reprendía…». También el dolor del segundo crucificado es atroz. Y, si embargo, ¿por qué la destrucción del cuerpo va a llevar consigo la del alma? Hay un valor en el que piensa el buen ladrón más que en sí mismo: en la justicia. La ha violado a menudo con sus hechos, pero jamás ha renegado de ella en su corazón. No se resquebraja el mundo cuando se ejecuta a unos malhechores como ellos. Eso sucede únicamente cuando se ejecuta a un justo. La justicia es imperecedera, brilla como una estrella de Dios. No se la puede maldecir: «¿Ni tú que estás sufriendo el mismo suplicio temes a Dios? En nosotros se cumple la justicia, pues recibimos el digno castigo de nuestras obras; pero él nada malo ha hecho» (Lc 23, 40-41).
¡Oh, si pudiese él también ser justo! Y como olvida un instante pensar en su tortura por afán de la justicia, he aquí que, en respuesta, una nueva claridad interior le ilumina.
Adivina, comprende de repente, qué profundidad, qué limpísima justicia hay en este hombre de quien los demás se burlan, a quien se trata tan brutalmente. Se decide. Definitivamente apuesta por este condenado a muerte, contra la iniquidad del mundo entero. Su corazón le arde ya en el pecho. Y grita: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42).
Llega entonces la respuesta de Jesús.
Hacía ya algún tiempo que la presencia silenciosa de Jesús actuaba sobre este hombre. Desde el instante en que se les encaminó a los tres hacia el Calvario, su mirada se fijó en seguida sobre sus dos compañeros. Esa mirada intensa de los condenados a muerte, ávida de penetrar el destino último de las cosas: ¿qué es lo que hay detrás de ellas, la nada o una vida? La dignidad de Jesús le había impresionado. Este misterio de la muerte de un justo, que colma las justicias de este mundo, era como el despuntar de las luces del alba sobre este día de muerte. Esto desplazaba el centro de gravedad del universo, esto daba esperanza; no en el plano del orden establecido, sino más arriba, en un mundo donde también hay sitio para condenados a muerte. Las palabras del otro malhechor le ofenden. Son una blasfemia contra la santidad de la esperanza. Y vuelve su rostro dolorido hacia Jesús. Toda su vida, toda la esperanza, aún confusa pero ya invencible de su alma, la pone en su grito: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.»
«A tu reino.» ¡Qué inmensa palabra! «Salto de alegría, hermanos, mi corazón se llena de gozo viendo la fe de este ladrón santo. Un moribundo ve a Jesús moribundo y le pide la vida; un crucificado ve a Jesús crucificado y le habla de su reino; sus ojos no perciben más que cruces y su fe solo ve un trono» [iii]. Un trono en «estos cielos nuevos y esta tierra nueva, en que morará la justicia» (2 Petr 3, 13).
«Y Jesús le dijo: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).
Jesús podía no haber dicho nada. En ese caso, todo el drama de la justificación y de la salvación de este hombre habría quedado en secreto. Pero para que sea ensalzado abiertamente este hombre que abiertamente le confiesa, para que quede al descubierto como gesta gloriosa la diferencia de las tres cruces, para que se sepa que una de ellas es el Origen de la salvación, capaz de purificar instantáneamente nuestros peores crímenes, Jesús dijo tres palabras, que Bossuet ha comentado con otras tres: «Amen dico tibi, hodie mecum eris in paradiso. Hoy, ¡qué prontitud!. Conmigo, ¡qué compañía! En el paraíso, ¡qué reposo!» [iv].
En verdad te digo… He aquí de nuevo, en Jesús, esta presciencia que todo lo abarca, infinitamente serena, en la que se revela todo el misterio de la Encarnación. Está en el tiempo para soportar los peores ultrajes; y, simultáneamente, está más allá del tiempo para disponer con una seguridad infalible el destino de todos.
Hoy… Antes de que el sol haya tocado el horizonte y un día más concluya sobre la tierra, este hombre pasará de la duración del tiempo a la duración del más allá del tiempo. Dejará el cambio por la plenitud, el suplicio por la bienaventuranza. También para mí habrá en la tierra un día que no acabará, porque pasaré instantáneamente a otra clase de duración. ¡Ojalá sea la duración del amor!
Estarás… Es un futuro. Hay un plazo. No es largo; y, sin embargo, es atroz sobre esta cruz en que cada segundo resulta más pesado que años enteros. Pero es también un presente. ¿No consiste precisamente el misterio y la dialéctica de la esperanza en hacer ya presente lo que todavía no es más que futuro? ¿No consiste en llenar de claridades la noche del dolor? Es exacta la palabra de la Femme pauvre: «No entra en el paraíso mañana ni pasado mañana, ni en diez años; se entra hoy», se entra incluso inmediatamente, «cuando se es pobre y crucificado» (Leon Bloy).
Conmigo…, rodeado por mí, iluminado por mí, abrazado por mí.
Si tu amas a Jesús en el tiempo, serás amado por Jesús en la eternidad. «¡Porque a todo el que me confesare delante de los hombres, Yo también le confesaré delante de mi Padre, que esta en los cielos!» (Mt 10, 32).
Jesús, ¿esta vida mía, tan fugazmente pasada entre los hombres, llegará a ser tan clara confesión de Vos que podréis reconocerla ante vuestro Padre, que esta en los cielos?
En el paraíso. «Estas palabras del Señor —dice Santo Tomás—, no deben entenderse, como algunos han pretendido, del paraíso terrestre y corporal; sino del paraíso espiritual, donde están todos los que gozan de la gloria divina. Es cierto que, por lo que se refiere al lugar, el ladrón descendió a los infiernos con Cristo para estar con Él, según lo que le había dicho: Estarás conmigo. Pero por lo que se refiere al premio, estaba en el paraíso, puesto que disfrutaba ya desde este momento de la posesión de la divinidad de Cristo, como los otros santos»[v].
La teología precisa en este punto que el alma de Cristo bajó al Limbo de los Justos, donde estaban los santos de tiempos pasados [vi], aceptando por salvarles el estar presente temporalmente, desde su muerte a su resurrección, en el mismo sitio que ellos, como una última penalidad, según lo que dicen los Hechos de los Apóstoles (2, 24): «Al cual Dios le resucitó después de soltar las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que fuera dominado por ella»[vii].
Afirma también la teología que decir que el alma de Cristo estaba presente en el Limbo de los Justos según su esencia y no solo según su potencia o su efecto[viii], significa que se encontraba allí, no a la manera de un cuerpo circunscrito por el lugar, sino a la manera de los Ángeles, pues estos están por esencia en el lugar en que su virtud se ejerce sin intermediario[ix].
¡Oh Jesús, que prometéis el paraíso a un crucificado, vuestro gozo a un bandido, vuestra intimidad a un malhechor, para acabar trastocando, antes de morir, nuestra jerarquía de valores, y que preparáis así aquel momento solemne en que diréis: «He aquí que hago nuevas todas las cosas»! (Apoc 21, 5). El pobre, roído de úlceras, es llevado por los Ángeles al seno de Abrahan y el rico, vestido de púrpura, es sepultado en los tormentos del infierno: «Hijo mío, le dijo Abrahán, acuérdate de que recibiste ya tus bienes en vida y Lázaro recibió males, y ahora él es aquí consolado y tu atormentado» (Lc 16, 25). ¡Oh cambio adorable, cambio terrible, que hace temblar todo mi ser! ¿Pero es que anuncian otra cosa las divinas paradojas del Sermón de la Montaña?
¡Oh Jesús, que dais al bandido el paraíso inmediatamente con un solo rayo de luz desprendido de vuestra cruz sangrienta, lo purificáis tan maravillosamente que no habrá para él demora después de la muerte, sin necesidad de expiación, y cuyo último suspiro señalará el instante de su entrada en la visión beatifica del Dios tres veces santo! En adelante la fuerza de los perdones del Cielo quedará manifiesta en la tierra. La Cruz donde sangra el Salvador será levantada a lo largo de los tiempos como una radiante estrella capaz de lavar todos los crímenes y de iluminar todas las desesperaciones. Bastará que un corazón invoque, con plena conciencia, aunque sea en el último instante, esta infinita Bondad de un Dios «que amó tanto al mundo que le dio a su Hijo Unigénito» (Io 3,16), para que al momento quede limpio de todas sus vergüenzas. «Nos ha amado y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre» (Apc 1, 5).
En la obra, La devoción de la Cruz, hacia el final, un homicida, un sacrílego, acosado por la justicia humana y a punto de expirar, se arroja de pronto a los pies de una Cruz, esperando de sus verdugos una muerte corta, y de la cruz, una vida eterna. «¡Oh Cruz,
Flor del nuevo paraíso…
Pecador soy, tus favores
Pido por justicia yo;
Pues Dios en ti padeció
Sólo por los pecadores.
A mí me debes tus lores;
Que por mí solo muriera
Dios, si más mundo no hubiera:
Luego eres tú, Cruz, por mí,
Que Dios no muriera en ti,
Si yo pecador no fuera.
Mi natural devoción
Siempre os pidió con fe tanta,
No permitiéseis, Cruz santa,
Muriese sin confesión.
No seré el primer ladrón
que en vos se confiese a Dios,
Y pues que ya somos dos,
Y yo no lo he de negar,
Tampoco me ha de faltar
Redención que se obró en vos [x].
¡Oh Jesús, que habéis querido dar el paraíso desde la cruz, para que los hombres supieran cuán grande tortura es el precio de su bienaventuranza! «Habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, como Cordero sin defecto ni mancha, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado al fin de los tiempos por amor vuestro» (1 Pet 1, 18-20).
¡Oh Jesús, que no habéis podido dar el paraíso a nadie, antes de que hubiese concluido en vos este horrible «hoy» de la redención sangrienta!
¡Oh Jesús, que, aún en medio del atroz dolor de la cruz, seguís gozando en lo hondo de vuestra alma, del paraíso de la visión de Dios, y que contáis los segundos de este «hoy» desgarrador, porque cuando concluya inundaréis del gozo de esta visión a un condenado a muerte, a un criminal, asociándolo así a los primeros elegidos de vuestra Iglesia triunfante!
El amor que difundimos cuando estamos en la cruz se parece un poco al amor redentor. Es el más puro de nuestros amores, el que Jesús acoge con mayor alegría, el que más aviva en nosotros el deseo del cielo.
«Vuestro sacrificio —ha dicho a Santa Catalina de Siena—, debe ser del cuerpo y del espíritu a la vez, como la copa y el agua que se ofrece al Señor [xi]: no podría dársele el agua sin la copa, y la copa sin el agua no le causaría alegría. Así, os digo, debéis ofrecerme la copa de las múltiples pruebas corporales, en la misma forma en que yo os las envío: sin escoger el lugar ni el tiempo, ni la prueba según vuestro deseo, sino conformándoos con el mío. Pero esta copa debe de estar llena de afecto, de amor y de verdadera paciencia, de suerte que llevéis y soportéis los defectos de vuestro prójimo, teniendo odio y dolor de vuestro pecado. Sólo entonces acepto este presente de mis dulces esposas, es decir, de toda alma que me sirve» [xii].
Hoy, la cruz; después, la eternidad del paraíso. Es necesario ir a las cosas mirando siempre al más allá de ellas. Es la única manera de ir a las que son amargas, y el unico modo también de acercarse a las que son agradables. Las cosas son a menudo negras y desgarradoras. Y cuando son bellas, su luz y grandeza está siempre más allá de ellas mismas. San Pablo escribe: «Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8, 18).
Y también: «La momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Cor 4, 17). Estamos hechos para ver lo visible atendiendo siempre a lo invisible.
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.» «Hoy estarás conmigo en el paraíso.»
No todos los sufrimientos son benditos, no todas las lágrimas son santas. Hay dolores ensombrecidos por la rebeldía, que es una forma de desesperación; hay lágrimas que son pecados mortales.
Pero hay también padecimientos benditos. Son sufrimientos verdaderos, incluso a veces terribles. Podrán quizás deshacer el cuerpo, pero no ahogar el grito del alma. Se lee en el relato de la muerte de San Pio V: «Cuando algún momento volvía en sí, se le oía rogar en voz baja: Señor, aumentad mis dolores, pero aumentad también mi paciencia»[xiii].
Estos sufrimientos vienen del exterior, incluso causados a veces por faltas anteriores, pero el alma los ha aceptado interiormente tan de buena gana que ya no pide que se los quiten, ni desea tampoco volver a su primer estado de vida y a sus ocupaciones. La luz del don de ciencia hace ver el vacío irremediable de las criaturas y de cuanto es relativo y pasajero; y así, el tiempo resulta tan esencialmente miserable y el cielo tan sumamente deseable, que lo que aparta del uno y aproxima al otro es para el alma una clara ganancia. El buen ladrón no piensa pedir que le libren de la cruz. No tiene mas que un único deseo: ese reino en que Jesús se acordará de él. Este es todo su consuelo.
Hay otros sufrimientos mas perfectos todavía. No provienen de fuera; nacen espontáneamente de las profundidades del don de ciencia. El don de ciencia les hace sentir a las almas la locura de una creación fascinada por el pecado y huyendo del Amor que la busca, y así les causa un dolor tan intenso, que las hace llorar. Adquiere entonces para ellas una fuerza de verdad suprema y evangélica la palabra del Eclesiastés: «Creciendo el saber, crece también el dolor» (1, 18). Por esto, San Agustín, comentando el Sermón del Señor en la Montaña, relaciona con el don de ciencia la bienaventuranza de las lágrimas y la divina consolación que obtienen [xiv]. Dichosas estas almas, a quienes deja una incurable herida el saber cuánto le falta al mundo, a la vida, al arte para poder llenar jamás un corazón bautizado; almas de cuyos ojos brotan las lágrimas más puras. Son lágrimas que unen al Salvador. En Él reposó el Espíritu de Yahvé, que es un espíritu de conocimiento del fondo mismo de las cosas. «No se fiaba» de los que venían a Él a causa de sus primeros milagros, porque, como dice el Evangelio, «sabía lo que hay en el hombre» (Io 2, 24-25). Se compadecía de la gente; viendo «que eran como ovejas sin pastor» (Mc 6, 34). Y junto a la tumba de Lázaro, considerando lo que eran la vida y la muerte de un hombre, «Jesús lloró» (Io 10, 35).
Santa Catalina de Siena dice que, además de las lágrimas de los ojos, hay también lágrimas del corazón o del deseo, que ella llama lágrimas de fuego. Son lágrimas que llora en nosotros el Espíritu Santo por la salvación del mundo: «Digo que mi divina caridad, con su llama, abrasa el alma que ofrece en mi presencia deseos ardientes, sin una lágrima en los ojos. Son lágrimas de fuego, y es el Espíritu Santo quien las llora»[xv]. Estas lágrimas de fuego son las que abrasaban el corazón del Salvador cuando, en la tarde del Jueves Santo, veía aproximarse la hora bendita de su pasión que salvaría el mundo: «Y cuando llegó la hora, se puso a la mesa, y los apóstoles con Él. Y les dijo: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que no la comeré más hasta que sea cumplida en el reino de Dios» (Lc 22, 14-16). Y este ardiente deseo suyo de sufrir y de morir es ya como visitado por las primeras luces del alma consoladora; porque he aquí que es ya inminente el «hoy» en que va a comprarnos con su sangre el paraíso. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán, lo son ya, consolados.
[v] S. Th., III, q. 52, a. 4, ad 3. La Constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, 29 enero 1336, distingue el momento de la visión betifica, que comenzó después de la pasión y Muerte del Salvador, y el momento de la presencia en los cielos, que comenzó después de la Ascensión; Denz., n. 530.
[vi] «Descendió a los infiernos, resucitó de entre los muertos, y subió a los cielos.» Estas palabras son comentadas también por el IV Conc. de Letran, en 1215: «Descendió en el alma, resucitó en la carne y subio juntamente en una y otra»; Dens., n. 429.
En 1140 el Concilio provincial de Sens había condenado la 18 proposición de Abelardo: «El alma de Cristo no descendió por sí misma a los infiernos, sino solo por potencia»; Denz., n. 385.
[vii] CAYETANO, Comment. in Summam, III, q. 52, a. 2, n. 5. El texto de la Vulgata que cita Cayetano habla de los dolores del infierno».
[ix] CAYETANO, Comment. in Summam, I, q. 52, a. 1, nn. 19 y 21. Que los ángeles y las almas separadas digan relación a un lugar, es un tema sin duda secundario en el Tratado de los Novisimos; pero tiene su importancia, ya que nos hace ver la compacta unidad del cosmos.
[x] CALDERON DE LA BARCA, La devocion de la Cruz, acto 3º, esc. 11.
[xiv] «A los que lloran se les da el Reino de los Cielos en forma de consuelo, porque saben de qué bien les ha privado el pecado y con que males les aflige», De Sermone Domini in monte, I, cap. 4, n. 12 (PL 34, 1235).