La tercera palabra de Jesús en la cruz tampoco es para, gritar su dolor. No se refiere a Él. Como las dos primeras, se dirige al mundo que quiere salvar. Una vez que ha implorado el perdón para los hombres que, crucificándole, «no saben lo que hacen», este perdón capaz de santificar en un instante a los que, como el ladrón arrepentido, recurririan con afán a Él, Jesús, viendonos tan poco deseosos de pedirle nada, más aun como sumergidos en la fría sequedad de nuestros corazones, quiere que al menos su Madre lo implore por nosotros. Cristo pone a San Juan en manos de María; al hacerlo, nos entrega a todos nosotros como hijos de ella; de todos va a ser ella en adelante la Madre responsable ante Jesús. Esto significa que Él le promete a María escuchar toda plegaria que ella le dirija por nosotros, tan maravillosamente como lo hizo antes en Caná de Galilea, si nosotros no ponemos obstáculos.
La tercera palabra nos la refiere San Juan. Veamos primeramente el contexto.
«Escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz; estaba escrito: Jesús Nazareno, rey de los judíos. Muchos judíos leyeron este título, porque estaba cerca de la ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Dijeron, pues, los príncipes de los sacerdotes a Pilato: No escribas rey de los judíos, sino que Él ha dicho: Soy rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo escrito, escrito está» (Io 19, 19-22).
Hay aquí un drama. Lo mismo Pilato que los príncipes de los sacerdotes simulan creer que Jesús se presenta como príncipe temporal: «Díjoles Pilato: ¿A vuestro rey voy a crucificar? Contestaron los príncipes de los sacerdotes: “Nosotros no tenemos más rey que al César”» (Io 19, 15). Jesús morirá, pues, por haber intentado usurpar el poder político. He ahí la ficción jurídica. Porque ni los príncipes de los sacerdotes ni Pilato pueden aducir ignorancia. Lo que los príncipes de los sacerdotes no pueden sufrir, lo dicen ellos mismos, es que Jesús se proclame Mesías, Hijo de Dios, en el que se realiza toda la extensa profecía de Israel: «Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios» (Io 19, 7). En cuanto a Pilato, él mismo ha oído de qué extraño reino se decía rey Jesús: «Mi reino no es de aquí abajo. Le dijo entonces Pilato: ¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Tú lo has dicho, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Io 18, 36-37). Desde entonces entrevió Pilato algo del profundo misterio de Jesús. Y quedó conmovido. Cuando luego oye decir a los príncipes de los sacerdotes que Jesús debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios, su temor aumenta de pronto: «Entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Jesús no le dio respuesta ninguna» (Io 19, 8-9). San Mateo añade aquí: «Mientras estaba sentado en el tribunal, envió su mujer a decirle: No te metas con ese justo, pues he padecido mucho hoy en sueños por causa de él» (Mt 27, 19). Sin embargo, Pilato cede a la presión de los príncipes de los sacerdotes. Y ahí queda, para siempre, su pecado. Pero cuando escribe sobre la cruz Rey de los judíos, no es en su pensamiento una ironía. Es más bien una revancha de lo íntimo de su conciencia contra el crimen que se le va a hacer cometer. Presiente ahora, tiene casi la certidumbre de que este Jesús traicionado por los príncipes de los sacerdotes de su nación, despreciado por la muchedumbre, y al que le obligan a que lo crucifique, es el verdadero Rey Mesías de los judíos. Entonces, cuando los príncipes de los sacerdotes vienen a quejarse de que haya escrito Rey de los judíos en lugar de escribir: Este ha dicho: Yo soy rey de los judíos, él responde irritado: Lo que he escrito, escrito está.
El Evangelista continúa: «Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: No la rasguemos, sino echemos a suertes sobre ella para ver a quien le toca. A fin de que se cumpliese la Escritura: Dividiéronse mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes. Es lo que hicieron los soldados» (Io 19, 23-24).
En los vestidos de un desaparecido hay siempre como un rastro de su alma, dividiéndolos, es como si se le rasgara el alma misma. La bella túnica sin costura, que echaron a suerte, había sido tejida con amor, sin duda por una de aquellas mujeres que están junto a la cruz, tal vez por la Virgen misma. Ahora tiene que pasar Ella por el dolor de ver profanadas estas humildes prendas, que pertenecieron antes a su Hijo.
Entonces se pronuncia la tercera palabra: «Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre; María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discipulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Madre, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discipulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Io 19, 23-24).
Parece que debe puntuarse como lo hemos hecho: «…su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena». En nuestra opinión, se trata de cuatro personas.
Un poco más tarde, en el momento en que muere Jesús, hay cerca de la cruz, según San Marcos, quien no nombra a la Madre del Señor, varias mujeres, entre las que se nombran tres: «María de Magdala, María de Santiago el Menor y de José, y Salomé» (Mc 15, 40).
La que San Juan designa como la hermana de la Madre de Jesús, que parece ser la mujer del Zebedeo y madre de Santiago el Mayor [i] y de Juan, el discípulo a quien amaba Jesús, podría ser Salomé, que nombra San Marcos. Y la que San Juan llama María (mujer) de Cleofás, podría ser la que San Marcos llama María (madre) de Santiago el Menor [ii] y de José. Estas identificationes gozan de verosimilitud entre los exegetas, aunque no resulten decisivas.
La presencia de las santas mujeres junto de la cruz no debe sorprender: ninguna ley impedía a los parientes aproximarse a los ajusticiados; los soldados guardaban las cruces contra una posible insurrección o para impedir un excesivo tumulto; pero no alejaban ni a los curiosos ni a los enemigos, ni tampoco a las personas afectas a la victima[iii].
Los enemigos de Jesús han triunfado. Las muchedumbres que le habían aclamado no hace mucho se muestran ahora contrarias a Él. Sus discípulos han huido. Quedan junto a la cruz cuatro soldados, que se distribuyen sus vestidos y algunos corazones amigos: la Virgen y San Juan, unos familiares, aquella María Magdalena de la cual, según San Lucas, “habían salido siete demonios» (Lc 8, 2). Es muy probable que esta María sea la pecadora que el mismo Evangelista, un poco antes, nos mostraba en casa de Simón el Fariseo, lavando con sus lágrimas, enjugando con sus cabellos y ungiendo con perfume los pies del Salvador (Lc 7, 36-50). No obstante, en este momento, no es a ella a quien habla Jesús, ni al grupo de las «hijas de Jerusalén», mujeres santas que pertenecen al Antiguo Testamento. Es a su Madre a quien se dirige y «al discípulo a quien amaba». En el instante mismo en que todas las cosas le abandonan, su misma Iglesia todavía balbuciente parece disiparse también bajo la tempestad; pero he aquí que en la persona del discípulo ideal, la une para siempre a su Madre, con la fuerza de una doble y misteriosa palabra: He ahí a tu hijo.—He ahí a tu Madre.
Junto a la cruz de Jesús estaban en pie su Madre y algunas mujeres.
Hubo un tiempo, un tiempo muy largo, en que Jesús voluntariamente había mantenido a su Madre a resguardo de las vicisitudes de su vida pública. Ella había pensado, al principio, que permitiría que estuviese siempre cerca de Él, que fuese asociada a sus alegrías y a sus dolores, en la vida y en la muerte. Después de haberse unido a ella inefablemente con los lazos de la Encarnación, he aquí que comenzó ya a distanciarse de ella, para ocuparse sin ella de las tareas de su Padre, dejándola desolada. «¿Por qué me buscábais?», le dijo en el templo de Jerusalén. «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?». Y el Evangelio añade: «No entendieron lo que les había dicho» (Lc 2, 49-50).
Más tarde, en una casa, cuando está con la muchedumbre y se le dice: «ahí fuera están tu Madre y tus hermanos que tu buscan», parece indiferente y pregunta: «¿Quiénes son mi Madre y mis hermanos?». Y mirando a los que están sentados en torno a Él, dice: «He aquí a mi madre y a mis hermanos». Y añade: «Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 32-35). Que es preciso hacer la voluntad de Dios para ser Madre de Jesús, lo sabe ella, desde la Encarnación, mejor que nadie en el mundo. Pero lo que ella no cesa de aprender, lo que ella deberá aprender todavía durante tres años, es que la voluntad de Dios es una voluntad disociante, que separa a la Madre del Hijo, como separará, en la agonía y sobre la cruz, al Hijo del Padre: una voluntad que provoca, aquí y allí, «porqués» desgarradores; el por qué de la Madre a su Hijo: «Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote» (Lc 2, 48); el por qué del Hijo a su Padre: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34).
Tal es el misterio de la dialéctica separante y desgarradora de la Encarnación, a la que el Padre somete a su Hijo, a la que Jesús somete a su Madre.
Ahora que la muerte está próxima, cuando ya su Madre no puede hacer nada exteriormente por Él, Jesús no la aparta, quiere que esté presente. Es la hora en que más que nunca, de una forma suprema, está ocupado en las cosas de su Padre. Ella está entonces muy próxima a Él. Junto a la cruz de Jesús, dice el Evangelio, estaban en pie algunas mujeres, y, en primer lugar, su Madre.
Esta presencia es para los dos indeciblemente, inextricablemente, dulzura y a la vez dolor. Para ella, porque antes de retirarse, quiere contemplar hasta el final el suplicio de su Hijo,
enterneciendo el sacrificio,
con su enorme compasión,
pero esto le destroza más el corazón. Para Él, es como un bálsamo saber que su martirio redentor, en este momento, es comprendido y compartido por su Madre más intensamente que ninguna otra creatura en el transcurso de los tiempos; pero esto es, a la vez, una nueva tortura. El que ama, cuando descubre en el ser amado el eco de su propio sufrimiento, siente nuevos destrozos en su corazón.
Junto a la cruz, las mujeres estaban de pie. ¿En qué pensaban los artistas que, desde el Quattrocento, representaron a la Virgen desfallecida al pie de la cruz? [iv]. Stabant autem juxta crucem Iesu… No es una criatura desvanecida lo que Jesús contempla desde la cruz. Es su Madre, traspasada ciertamente por el dolor de una manera inenarrable, pero preparada para llevar, unida a Él, todo el peso de cosufrimiento que le está reservado:
Stabat mater dolorosa
Juxta crucem lacrimosa
Dum pendebat Filius[v].
Aquella palabra llena de amor, sin duda, que Él le dirige, no es para reparar sus tambaleantes fuerzas, sino para introducirla, en aquel momento solemne, en el corazón mismo del drama de la redención del mundo.
Es preciso añadir aquí una palabra sobre la repercusión que la redención de Cristo tuvo en todo su cuerpo, que es la Iglesia.
«Uno es Dios, dice San Pablo, uno también el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo para redención de todos» (Tim 2, 5-6). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único Redentor del mundo. «Con una sola oblación», la de su muerte en cruz, «llevó a la perfección para siempre a los que son santificados» (Heb 10, 14). El Amor divino tiene un derecho infinito a ser amado. La ofensa infinita que el pecado le inflige a este Amor privándole del nuestro, le hiere a Él mismo, aunque no en Sí mismo (en este sentido es absolutamente invulnerable), sino en lo que Él quería que fuese y que ya no será a causa de nuestro pecado (aquí si que es asombrosamente vulnerable) [vi]. Esta ofensa infinita, pues, que el pecado le causa al divino Amor, sólo Jesús puede compensarla, en nombre de todos nosotros, por el precio más infinito aún de su sufrimiento y de su vida.
Pero si Cristo libremente quiso sufrir y morir por la salvación del mundo, es claro que la vocación de todos los que, a lo largo de los tiempos, estarán unidos a Él por el amor, que serán sus miembros y formarán su cuerpo, consistirá en que acepten sufrir y morir con Él, cada uno según su estado y condición, por la misma causa de la salvación del mundo. Cuando un miembro de Cristo se sustrae, falta algo no sólo a este miembro, sino también a la pasión redentora de Cristo, que está reclamando prolongarse en compasión corredentora en todos los miembros de Cristo. Esto es el sentido de las palabras misteriosas de San Pablo a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Si Cristo Dios, que es la cabeza, es Redentor, la vocación de toda la Iglesia, que es su cuerpo, habrá de ser con Él, en Él y por Él corredentora. A la manera como Mónica cargaba con el peso de la salvación de Agustín, pero en lugar secundario, porque era Cristo en cruz quien portaba a Mónica, que cargaba con Agustín [vii]; así la Iglesia lleva, pero en segundo plano, el peso de la salvación del mundo y Cristo en cruz lleva a la Iglesia que carga con el mundo. Todo el peso de la corredención del mundo que llevan los miembros de Cristo recae sobre la única Redención del mundo realizada por Cristo Dios.
Pero en la Iglesia, la Virgen sola es la Iglesia más que toda la Iglesia misma. Ella es la Iglesia en el tiempo de la presencia de Cristo, desde la Encarnación a Pentecostés. Este es el sentido de la misteriosa visión del Apocalipsis (Apc 12). Es la Iglesia en aquella hora singular en que la Iglesia, en lugar de dar a luz a hijos de Dios por adopción, alumbra al Hijo de Dios por naturaleza. En ella está condensada toda la gracia colectiva de la Iglesia: la gracia del momento de la Encarnación y la gracia del momento de la Redención. En el relato de la Anunciación, San Lucas nos muestra toda la gracia de la nueva Iglesia en su fuente, que es la Virgen, digna Madre de un Dios que va a nacer para salvar el mundo: María comprende el mensaje del ángel, consiente libremente en lo que Dios le propone y se asocia a esta sublime misión. En el relato de la Pasión, San Juan nos muestra la oración corredentora de la nueva Iglesia en su fuente, que es la oración corredentora de la Virgen, digna Madre de un Dios que va a morir para salvar el mundo: María comprende lo que pasa, consiente en lo que consiente su Hijo y cumple su misión en este drama único.
San Juan nos ha recogido dos palabras solemnes de Jesús a su Madre: la primera en Caná de Galilea, cuando comienza Él su vida pública; la segunda en la cruz, cuando la acaba. Su relación es muy profunda y la intención del Evangelista de unirlas es demasiado evidente para que puedan explicarse por separado. Solo unidas se las comprende.
La significación del misterioso drama de Cana desborda la literalidad del trozo y desconcertaria en una exegesis literalista. Una cosa, al menos, está clara: para nosotros, al leer este relato, Jesús parece distanciarse de su Madre y desecharla; en cambio, ella, al oír a su Hijo, comprende al momento que es acogida. ¿Cómo resolver la dificultad? Volvamos a leer el texto para llegar, a traves de las palabras, a una luz más alta, que nos descubrirá, al mismo tiempo, el sentido de la tercera palabra de Cristo en la cruz.
Hubo una boda en Cana, de Galilea y la Madre de Jesús estaba allí. «Entonces, cuando el vino llegó a faltar, la Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora. Dijo la madre a los servidores: Haced lo que Él os diga…» (Io 2, 3-5).
Mujer es una palabra solemne. Señala una distancia. Pero, ¿cual? Durante su vida oculta, Jesús se comportaba como Hijo del hombre, se preocupaba de las cosas terrenas, estaba sometido a sus padres (Lc 2, 51), tenía cuidado de ocultar su divinidad bajo su humanidad. Ahora va a comenzar su vida pública, va a comportarse como Hijo de Dios, a ocuparse de las cosas de su Padre y a manifestar su divinidad bajo su humanidad. Va a darse un corte entre los dos modos de vida: el de la vida oculta, cuando dejaba a sus padres la iniciativa, y el de la vida pública, en que va a tomarla Él, como había hecho ya una vez pasajeramente en su infancia, cuando les había dicho: «¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc. 2, 49). De nuevo, el corazón de su Madre va a desgarrarse.
«La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Dijole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?». Se podría traducir: ¿Qué hay entre tú y yo? [viii]. En adelante, habrá ruptura entre tú y yo, entre mi actitud como Hijo del hombre, cuando las iniciativas las tomábais vosotros y mi actitud como Hijo de Dios, en que las tomaré yo mismo; entre mi vida oculta que acaba, y mi vida pública que comienza. Se puede traducir también, más literalmente: ¿Qué nos importa esto a mí y a ti? Tú me dices: No tienen vino. Pero, oh mujer, estas cosas que pertenecen al plano de las preocupaciones terrenas, por dolorosa que pueda ser su necesidad, ¿qué nos importan, en adelante, a mí y a ti? Es preciso que yo pase al plano de las cosas de mi Padre. Y también tú es necesario que vivas en este plano, en soledad y desolación. Tú me propones socorrer, antes, una necesidad momentánea y bajar a las necesidades de la vida cotidiana. Pues bien, ¿cómo resistirte? Sabes bien que no puedo rechazar ninguna petición tuya. Voy a concederte lo que pides. Pero al precio de un cambio que no podías ni sospechar: porque si hago un milagro comienza mi vida pública, y con ello todo el conjunto espiritual de la redención del mundo va a trastocarse.
Siguiendo las circunstancias y la evolución normal de los acontecimientos, aún no ha llegado mi hora: mi hora de hacer un milagro, de intervenir como Dios sobre las cosas humanas, de comenzar una existencia que, sin duda alguna, nos separará exteriormente al uno del otro, que excitará contra mí el odio, y me conducirá por un desarrollo fatal hasta la cruz. No obstante, por este tu ruego de ahora, previsto ciertamente desde toda la eternidad, he aquí que esta hora es anticipada. Voy a escucharte. El milagro va a llegar. Manifestará mi omnipotencia. Abrirá mi vida pública. Nos separará al uno del otro. Irritará a mis enemigos. Adelantará mi última hora, la de la muerte en cruz. Esta hora no ha llegado todavía. Cuando llegue, nuestra separación exterior cesará por un momento. Tú estarás allí de nuevo, en el final de mi vida pública, como estás aquí en su aurora. Estarás allí en el momento de mi cruz sangrienta, como estás aquí en mi primer milagro. Y como hoy, brotará de tu corazón una plegaria muda, profunda: no para pedirme que baje a las preocupaciones de los hombres y les socorra en una necesidad pasajera. Tu súplica, parecida en esto a la mía, estará por entero llena de las cosas de mi Padre, preocupada por completo de la infinita necesidad espiritual del mundo, de la salvación sobrenatural de todos los hombres, los del pasado, los del presente, los del futuro. Me pedirás unir tu súplica con la mía, tus lágrimas con las mías (Heb 5, 7), tu compasión con mi pasión, tu intercesión corredentora finita pero inmensa como el mundo, con mi intercesión redentora rigurosamente infinita; esa intercesión por la que, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, soy el Unico Mediador entre Dios y los hombres que se entrega a Sí mismo en redención por todos (1 Tim 2, 5-6). Entonces habrá llegado mi hora de escucharte. Como hoy, te escucharé. Desde lo alto de la cruz, bajará hasta ti una palabra al encuentro de tu más íntimo deseo. A todos aquellos, a quienes engendraré para el amor por la intercesión redentora infinita de mi pasión sangrienta, te concederé, en ese momento, a ti la primera de los redimidos, en reconocimiento por haberme concebido cuando determiné venir a salvar el mundo, te concederé engendrarlos conmigo por la intercesión corredentora, ciertamente finita y sin embargo universal, de tu compasión. En la persona del discípulo amado, te los daré por hijos: los del pasado, por una anticipación de tu plegaria, prevista desde siempre; los del futuro, como consecuencia de esta irresistible oración. Y ellos, tal es mi deseo, te recibirán por madre. Todos aquellos que, a lo largo de los siglos, abran su corazón al amor divino, aun cuando, por un error en ellos invencible, no nos lleguen a conocer ni a ti ni a mi, conseguirán las aguas saludables de la gracia por nosotros. Por mí, como Dios Redentor; por ti, como primera creatura Corredentora. Y comprenderan el secreto de estas dispensaciones en la eterna revelacion de la Patria. Para significar la concesión de tu deseo y el hermoso misterio de tu mediación corredentora suprema, desde lo alto de la cruz te confiaré solemnemente al discipulo fiel diciendote: He ahí a tu hijo. Y a él: He ahí a tu madre. Y él te recibira en su intimidad.
En las lineas que preceden están resumidas dos maneras de entender la palabra: Aún no ha llegado mi hora.
«Jesús hablará a menudo de su hora a propósito de la Pasión. Aquí, en Caná, se trata de la hora en que debe manifestarse públicamente al mundo por sus obras. Pero el sentido no es muy diferente, pues todo se une en la vida de Jesús. Desde el instante en que inaugura su vida pública, se inicia el drama que concluirá en el Calvario» [ix].
Juzgando el contexto inmediato, hay dos posibles interpretaciones, según el sentido que se dé a la palabra hora en la respuesta de Jesús a la Virgen. He aquí la primera: Deberia rehusar tu petición. Porque no ha llegado aún mi hora de manifestarme. Sin embargo, a causa de tu súplica, la adelanto. He aquí la segunda interpretación: Debería rehusar tu súplica. Porque no ha llegado mi hora de morir. Entonces sí que te escucharé, y de forma maravillosa, según he determinado desde el principio, en atención a lo que has sido para mí; entonces, hare nacer en tu corazón una suplica de intercesión semejante a la mía, en favor de una necesidad humana incomparablemente mas aguda que ésta por la que hoy me imploras.
La primera interpretación es necesaria para aclarar el milagro de Caná; la segunda anuncia y declara proféticamente la palabra de Cristo en la cruz. Las dos se armonizan y complementan en el pensamiento del Evangelista.
San Agustín y Santo Tomás, en sus comentarios a San Juan, han comprendido que estas dos frases de Jesús, la de Caná y la del Calvario, no pueden separarse.
Ambos piensan que Jesús es duro con su Madre en Caná, no ciertamente porque haya faltado ella en nada, sino para mostrar que va a actuar como Hijo de Dios, a hacer el milagro e inaugurar su vida pública. Dicen también que Jesús, cuando llega su última hora, es afectuoso con ella, reconociendo delicadamente que de ella ha recibido la humanidad en que muere y confiándosela amorosamente al discípulo amado.
Por justa que sea esta oposición, es parcial y secundaria [x]. Es verdad que Jesús en Caná actúa como Dios; pero es para escuchar a su Madre y hacer desbordar sobre ella una inmensa ola de dulzura: «Nada tan grande se ha dicho, ni nunca jamás se dirá sobre el poder de intercesión de la Virgen, como el relato evangelico de Caná. Es la hora del poder de María» [xi].
Nada, excepto la tercera palabra de Cristo en la cruz. Es verdad que sufre como hombre, en esta humanidad que María le había dado y educado durante años. Pero actúa como Dios cuando, una vez más, la escucha, cuando asocia la intercesión finita de ella a su propia infinita intercesión, cuando pronuncia esas palabras solemnes, eficaces para realizar lo que significan, en virtud de las cuales la constituye Madre, por el martirio de su compasión corredentora, de todos los que Él engendra sobre la cruz por la sangre de su pasión redentora: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al discípulo: He ahí a tu madre.
Oh Virgen, acordaos de que ha sido vuestro Hijo en la cruz quien os dijo, pensando en mi —porque yo jamás hubiera osado en la tierra volver al cariño de vuestros ojos— ¡He aquí a tu hijo!
Hermano mío, quienquiera que seas, sea cual fuere la mancha que oculta tu corazón, no olvides jamás la última palabra que para ti dijo tu Salvador, mirandote desde su cruz: ¡He ahí a tu madre!
La cruz de Cristo domina todos los tiempos. Sus dos brazos se alzan sobre el pasado y el futuro. La historia del mundo se divide en dos periodos: antes de Cristo, bajo la sombra de su cruz; después de Cristo, a la luz de su cruz,
En el pensamiento de los artistas de la Edad Media, San Juan representa el pasado; la Virgen, el futuro. Aquel está a la izquierda de Cristo y la Virgen a su derecha, del lado en que aparece abierta la herida de su corazón y hacia donde inclina su rostro. A veces se ponía, a la izquierda, la luna; y a la derecha, el sol. O a la izquierda, la Sinagoga, con su cetro roto y un velo sobre los ojos; y a la derecha, la Iglesia, con un cáliz y los Evangelios. San Juan significaba la Sinagoga, porque, en la mañana de Pascua, cedió el paso a San Pedro, al entrar en el sepulcro; como la Sinagoga, según comenta San Gregorio Magno, debe ceder el paso a la Iglesia [xii]. Sin embargo, a quien debería colocarse a la izquierda de Cristo para figurar el pasado es al Bautista, como en la crucifixión de Grunwald; el lugar del Evangelista; en cambio, es a la derecha, cerca de la Virgen, no desfallecida, sino en pie.
La cruz de Cristo trasciende a todos los tiempos, salva a todos los hombres; a los que vivieron en el pasado y a los que vivirán en el futuro: «Cuando fuere levantado en alto, había dicho el Salvador, atraeré a todos a mí» (Io 12, 32). En ella se cumple el misterio de la pasión redentora de Cristo, que es la Cabeza.
Lo que la Virgen y el discípulo amado al pie de la cruz simbolizan es, ante todo, el misterio de la compasión corredentora de la Iglesia, que es el Cuerpo. Ellos son uno con Cristo, unidos con Él en su drama, envueltos por la inmensa intercesión divino humana, teándrica, que sube de la cruz hasta el cielo, y por la excelsa donación que, del cielo, desciende sobre la cruz a favor del mundo; porque, dice la Escritura, Cristo «fue escuchado a causa de su reverencia» (Heb 5, 7). Los dos son uno, unidos inseparablemente por la palabra de Cristo, que hace que, en adelante, la Madre de Dios al pie de la cruz sea la madre de todo discípulo de Cristo; y que todo discípulo de Cristo sea hijo de la Madre del Dios Redentor: He ahí a tu hijo. He ahí a tu madre.
Unida a Cristo Redentor, toda la Iglesia es corredentora. «A partir de uno Solo y por uno Solo, decía Clemente de Alejandria, somos salvados y salvadores», como el hierro, que atrae en la medida en que él mismo es atraído por el imán [xiii]. Pero el ser la primera Corredentora, corredentora de todos los corredentores, se lo concedió al pie de la cruz.
Los textos de los Últimos Papas, desde León III a Pío XII, que tratan sobre la mediación corredentora universal de la Virgen, se basan en el pasaje misterioso del Evangelio que nos presenta, junto a la cruz de Jesús, a su Madre y al discípulo amado.
Las palabras de Jesús operan lo que significan.
En Naín toca el féretro sobre el que se transporta un cadáver: «Joven, yo te lo digo, levántate. Y el muerto se incorporó y comenzó a hablar» (Lc 7, 14-15). En la casa de Jairo, toma la mano de la niña muerta: «Niña, yo le lo digo, levántate. Y al instante se levantó la niña y echó a andar, pues tenía doce años» (Mc 5, 41-42). En Betania, después de orar a su Padre, grita con fuerte voz: «Lázaro, sal fuera. Y salió el muerto, ligados con fajas pies y manos y el rostro envuelto en un sudario. Jesús le dijo: Soltadle y dejadle ir» (Io 11, 43-44).
La palabra de Jesús en la cruz se entrelaza con el deseo de su Madre, el ardiente deseo que tiene de dar, también ella, su vida a una con su Hijo, por la salvación del mundo. Pero a la vez que acoge este deseo, el Salvador, antes de satisfacerlo, lo profundiza hasta los límites de lo imposible. Al buen ladrón le había concedido, en un instante, el perdón y la promesa de la bienaventuranza. Ahora, al decir a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo, impide que su dolor quede como epílogo de la más desgarradora de las tragedias privadas; a la vez, abre sus entrañas maternales sobre la universal miseria de la humanidad, y, finalmente, le concede, en el mayor grado posible para la más santa de las creaturas, que ella engendre, por su oración, con Él y en subordinación a Él, a todos cuantos sólo Él, por ser Dios, puede limpiar de sus pecados con la sangre de su cruz.
La palabra de Jesús en la cruz enlaza también con el deseo del discípulo amado. Y también aquí va a profundizar este deseo antes de otorgarlo. Le será dada una felicidad y una dulzura que jamás se hubiera podido imaginar. Será unido de tal modo a su Dios que, en adelante, deberá tener como Madre suya a la misma Madre de su Dios. Para que su corazón no sea presa del vértigo al pensar en una dignidad tan inaudita, las palabras del Salvador: He ahí a tu madre, inauguran y establecen en su corazón un amor desconocido hasta entonces, pero destinado a penetrar desde ese momento hasta en el corazón de los más humildes discípulos, y por el que llegarán todos a ser tan verdaderamente hermanos del Salvador que su Madre será también Madre de ellos.
Después de la tercera palabra de Jesús en la cruz es necesario que tenga la osadía de decir: ¡Santa María, Madre de mi Dios, que para mí, tan miserable, sois una madre, mi madre!
«Y después de aquella hora, el discípulo la recibió en su intimidad.» Esta última expresión se puede traducir: «en su casa». O también, literalmente: «como cosa suya». A propósito de este texto, se ha dicho, «María le es confiada, no tanto como mujer que hay que proteger cuanto como Madre que hay que venerar» [xiv]. En efecto, con más gusto aún que su propia casa lo que abre el discípulo amado a la Madre de su Dios es la morada de su corazón. Ella es quien da y él quien recibe. Comentando el Evangelio de San Juan, Orígenes escribirá: «Ninguno puede recibir el Espíritu, si no ha reposado sobre el pecho de Jesús y si en él no ha recibido a María por madre suya» [xv].
«Dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre.» Es una inmensa delicadeza de Jesús para con su Madre —aunque cómo iba a recibirla ella más que con lágrimas— el darle como hijos, en la persona del discípulo amado, a cuantos Él redime con su sangre. Y es también una gran delicadeza de Jesús para con el discípulo amado, en quien están figurados todos los que próximos o lejanos acogieron las finezas del divino amor, el darles espiritualmente por Madre a su propia Madre, sean ellos conscientes o no del gran regalo. Así toda la ternura del corazón de la Madre de Dios va a volcarse sobre la miseria de los hijos de Adán. Así éstos son constituidos hermanos de Jesús, no sólo porque tendrán a Dios por Padre adoptivamente, sino también porque tendrán a María por Madre, gracias a la universal compasión corredentora de ella.
Hay actos eminentes de dulzura y mansedumbre que los teólogos llaman bienaventuranzas porque Jesús los ha beatificado. Había dicho en el Sermón de la Montaña, al comienzo de su vida pública: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5, 5). Y ahora, en la cruz, al final de su vida, bajo la atroz quemadura de sus llagas, con una tristeza infinita del alma, no hay en Él más que mansedumbre: pide al Padre perdón para los que le crucifican, promete el paraíso al ladrón, deja al discípulo fiel y a cuantos prolongarán esta fidelidad, a aquella que había sido para Él, en su infancia, una fuente de dulzura. Ya no le queda nada. Al darnos a María nos ha dado todo.
Su corazón es un jardín de dulzura infinita;
en él, bajo la viña en sangre del más supremo amor,
vendrán a descansar San Juan y Magdalena.
Esos actos supremos que son una bienaventuranza son, a su vez, efecto del don de piedad. Cuando un alma es dócil al Espírtu Santo, Dios envía sobre ella un soplo que la hace descubrir con rapidez y como experimentar las profundidades insospechadas del misterio de la paternidad divina. Invadida por el espíritu de piedad filial, se afana por dar gracias a Dios no solo en razón de los beneficios de que es colmada, sino en razón de la gloria infinita de Dios, propter magnam gloriam tuam, y del abismo adorable de una paternidad «de la que deriva toda paternidad en los cielos y en la tierra» (Eph 3, 15). Este es el soplo que enardecía al apóstol: «No habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, antes habéis recibido un espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo testimonia a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8, 15). Así, bajo el sentimiento de la paternidad infinita, todas las creatural, induso las inconscientes y las hostiles, pueden volvérseme paternales; todas las cosas amargas pueden hacéerseme dulces. San Benito José de Labre se inclina y recoge la piedra agresiva que le acaban de tirar y que ha hecho brotar sangre de su pierna, la besa, la deja junto al muro de una casa de Bari y continua su camino [xvi]. Pascal escribe de Jesús: «Jesús no mira en Judas su enemistad, sino el orden divino que ama; es tan poco lo que se fija en ella, que hasta le llama amigo»[xvii]. Al llegar su última Pascua, el Salvador había podido decir esta extraña palabra: «Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de sufrir» (Lc 22, 15). La muerte le resultaba amiga, ya que el Padre se la pedía para la salvación del mundo.
Bienaventurados los mansos, «porque heredarán la tierra». Los malvados se desvanecerán, dice el Salmista, «pero los justos poseerán la tierra, en una paz sin fin» (Ps 37 (36) 11), la tierra prometida, que es, en el Antiguo Testamento, la prefiguración del Reino de las almas, más estable que el cielo y sus estrellas. La mansedumbre de Cristo, que le lleva a despojarse por nosotros y a darnos incluso a su propia Madre, le hace merecedor para siempre jamás de este Reino de justicia, de amor y de paz que debe restablecer «cuando venga al final» (1 Cor 15, 24) en la majestad infinita del Padre.
He ahí a tu Madre. Vos sois, Jesús, quien me la dais por Madre. Esta es la herencia que me dejáis. Desde vuestra Cruz es, esa Cruz que brota sangre y a la que me invitáis a aproximarme, desde donde oigo llegar hasta mí, lleno de temblor, esta palabra de «Madre», esta revelación de ternura cuyo sentido será siempre superior a cuanto yo pueda alcanzar.
Vuestra Madre está más próxima a Vos de lo que podría yo estarlo jamás; sus ojos se adentran en la inteligencia del drama de la redención mucho más allá de lo que jamás podrian mis ojos de ciego. ¿Me acogerá María bajo su amplio manto, ese del que lo han revestido los pintores de los siglos pasados? ¿Podrá retenerme junto a ella y lograr que yo vuelva mis ojos hacia esta Cruz, de donde llega hasta mí tan fuerte imán de dulzura, aunque envuelta en un dolor tan enorme que mi ser tiembla y tengo miedo de huir?
Hazme esto, Madre Santa:
Imprime fuerte en mi alma
de Cristo las cinco llagas [xviii].
Sois vos, Jesús, quien me ponéis a mí en manos de ella. Haced que escuche vuestra voz. Haced que acoja vuestro designio. Haced que, en mi hora final, cuando lleguen los asaltos de la desesperación, sienta de pronto muy cerca de vuestra Cruz a vuestra Madre, hecha Madre mía, que me da la señal para morir.
Christe, cum sit hinc exire,
Da per Matrem me venire
Ad palmam victoriae[xix].
[i] Es el que, con Pedro y Juan, acompañará al Salvador en la resurrección de la hija de Jairo, en la Transfiguración y en la agonía. Herodes le hizo «morir decapitado» (Act 12, 2). Es el primer Apóstol mártir Su fiesta se celebra el 25 de julio. La Iglesia de España le ha proclamado su Patrono.
[ii] Es el autor de la Epístola que lleva su nombre y el primer Obispo de Jerusalén. Su fiesta se celebra el 3 de mayo.
[iii] M. J. LAGRANGE, L’Evangile de Jesús-Christ, Par-is 1928, p. 567.
[iv] Ver CH. JOURNET, La Vierge «defaillante» en Notre-Dame des Sept Douleurs, París 1934, p. 57.
[v] En pie estaba la Madre afligida
y llorosa, junto a la Cruz,
donde pendía su Hijo.
[vi] ¿«Qué quiere decir esta noción de ofensa de Dios?… Si peco, algo que Dios ha querido y amado ya no será eternamente. Y esto en razón de mi primitiva iniciativa. Soy así causa —anonadante— de una privación respecto de Dios, privación en cuanto al término o al efecto querido (de ningún modo en cuanto al bien de Dios mismo)… El pecado no priva únicamente al universo de una cosa buena, sino que priva a Dios mismo de una cosa que era querida condicionalmente, pero realmente, por Él… La falta moral alcanza al Ser Increado, no en sí mismo, pues es absolutamente invulnerable, pero sí en las cosas, en los efectos que quiere y que ama. Aquí sí puede decirse que Dio es el más vulnerable de los seres. No hay necesidad de flechas envenenadas, de cañones o ametralladoras; basta un invisible movimiento en el corazón de un agente libre para herirle, para privar a su voluntad antecedente de algo aquí en el mundo que ella ha querido y amado toda la eternidad y que ya no será jamasa.» J. MARITAIN, Neuf leçons sur les notions premieres de la Philosophie Morale, París 1951, pp. 174-176 (versión castellana, Buenos Aires, 1966, pp. 214-216).
[vii] San Agustín relaciona la conversión de Pablo con la oración de Esteban: «Señor, no les imputes este pecado», y, más profundamente, con la oración de Cristo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», Sermón 316, n. 3. Ver más adelante p. 71.
[viii] De una forma más tajante aún: ¿Qué hay de común entre tú y yo? Es el sentido que prefiere F. M. Braun, La Mere de Jesús dans l’oeuvre de St. Jean, en «Rev. Thom», 1950, p. 448.
[ix] M. OVERNEY, Evangile selon St. Jean, Fribourg 1946, p. 17.
[x] El gran texto de S. Agustín sobre la Mediación de María se lee en otro lugar, en la obra De sancta virginitate, cap. 6, n. 6. El Santo Doctor cita las palabras de Jesús: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aqui mi madre y mis hermanos. El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». (Mt 12, 48-50). He aqui su comentario:
«Madre de Cristo es toda la Iglesia, porque a sus propios miembros, es decir, a sus fieles, ella los da a luz por la gracia de Dios. Madre de Cristo es también toda alma piadosa, que cumple la voluntad del Padre con ardiente caridad, respecto de aquellos a quienes sigue dando a la luz hasta que en ellos se forme Cristo (Gal 4, 19). María, pues, haciendo la voluntad de Dios, corporalmente es tan sólo Madre de Cristo, pero espiritualmente es hermana y Madre de Dios. Por ello, únicamente esta mujer es Madre y Virgen, no sólo espiritual, sino también corporalmente. Madre espiritual no de nuestra Cabeza, que es el Salvador, toda vez que espiritualmente es ella quien ha nacido de Él, pues cuantos creen en Él, entre los que se cuenta también ella, con razón son llamados hijos del Esposo (Mt 9, 15). Es Madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros, porque ella cooperó con su caridad a que nacieran en la Iglesia los fieles, que son miembros de esta Cabeza», o. c., cap. 5, n. 5 y cap. 6, n. 6 (Edit BAC, t. XII, pp. 144-145). Sobre la significación de este texto, cfr. CH. JOURNET, L’Eglise du Verbe Incarné, t. II, París 1962, p. 414.
[xi] CH. JOURNET, Notre-Dame des Sept Douleurs, París 1934, p. 33.
[xii] E. MALE, L’Art religieux au XIII siècle en France, pp. 231-232.
[xiii] Stromata, libro 7, cap. 2; PG 9, 413. Citado por Pio XII en la Enciclica Mystici Corporis, AAS 1943, p. 241.
[xiv] F. M. BRAUN, La Mère de Jésus…, en «Rev. Thom.», 1951, p. 54.
[xv] Art. cit., p. 55.
[xvi] F. M. J. DESNOYERS, Benoit-Joseph Labre, Lille 1862, t. I, p. 188.
[xvii] Edic. Z. Tourneur, n. 297 (París 1938), que corrige una errata de editores anteriores. Cfr. Mt 26, 50: «Amigo, ¿a qué has venido?».
[xviii] Sancta mater, istud agas,
Crucificci fige plague
Cordi meo valide.
[xix] Y cuanto haya de partir,
¡oh Cristo!, de esta vida,
concédeme por María,
la victoria conseguir.