LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ, POR CHARLES JOURNET, EN TUS MANOS

En el corazón de la cruz de Jesús brilla una luz potentísima, que resplandece en sus tres primeras palabras, donde, no muestra otra preocupación que la de perdonar; una luz que parece ocultarse en las otras dos palabras que le arranca la violencia del suplicio: en la cruz, dice el himno litúrgico, se oculta la Divinidad [i], una luz, que vuelve a aparecer en la paz dominadora y en la majestad serena de las dos últimas palabras.

Esta maravillosa luz es el Verbo mismo, «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de la gloria del Padre e impronta de su sustancia, que con su palabra poderosa sostiene todas las cosas» (Heb 1, 3).

El Verbo inundaba la inteligencia de Cristo del fuego de la visión beatifica. Es el que va a hacer adorable, en sentido propio, la espantosa agonía en la que Cristo debe entrar para desposarse sin ninguna otra excepción más que el pecado, con la tragedia de nuestra condición.

 

En el canto 27 del Purgatorio, cuando Dante llega tembloroso ante la cortina de fuego y el ángel que canta: “Bienaventurados los corazones puros” le invita a seguir avanzando, necesitará el poeta, para superar su temor, que añada Virgilio:

«Mira, hijo,

entre Beatriz y tú está esta muralla» [ii].

El Verbo ha asumido el dolor, no para ahorrárselo a los hombres, sino para pedirles a todos los que quieran entrar en la Paz infinita que atraviesen su largo telón de fuego. Ha querido dejar oculto para nosotros, en esa Cruz ante la que temblamos, toda la luz del paraíso.

De un solo golpe ha cambiado Cristo el sufrimiento humano en sufrimiento cristiano y, a la vez, ha librado al mundo de la desesperación: «Así como los hijos participan de la sangre y de la carne, dice la Epístola a los Hebreos, así también participó Él de las mismas, para aniquilar mediante su muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y librar a cuantos, por temor de la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Heb 2, 14-15).

 

En la sexta palabra, Jesús, ya al término de su vida, se había vuelto hacia el mundo que había venido a salvar: ponía en manos del Padre su obra redentora.

En la séptima palabra, consumado ya todo lo referente a la redención del mundo, Jesús puede pensar en Sí mismo. Le queda aún por arrancar su alma santísima de su cuerpo, para hacerla pasar completamente de esta vida, donde el sufrimiento tanto la ha destrozado, a la otra vida, en que ya no habrá agonías.

El sentido de estas dos últimas palabras, incluso su conexión, estaba implícita en dos versículos de la gran oración sacerdotal de Jesús: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Io 17, 4): es el anuncio de la sexta palabra. «Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese» (Io 17, 5): es el anuncio de la séptima palabra.

La séptima palabra nos la ha conservado San Lucas. Es el único que nos refiere tres palabras de Jesús: la primera, Padre, perdónalos; la segunda, Hoy estarás conmigo; y la última.

San Juan es el único que nos relata otras tres: la tercera, Mujer, he ahí a tu hijo; la quinta, Tengo sed; y la sexta, Todo está consumado.

San Marcos y San Mateo han recogido la cuarta, Dios mío, Dios mío

Uno se conmueve al pensar en la forma un tanto ocasional en que estas grandes palabras, ardientes y adorables, han llegado hasta nosotros. Parece como si arrojadas al aire y esparcidas por el mundo no hubieran sido escritas más que por puro azar. Pero, después de todo, sabemos muy bien que una sola de ellas, penetrada hasta el fondo, bastaría para descubrir ante los ojos de la fe, el abismo insondable del misterio de la redención.

 

Inmediatamente después de habernos relatado la promesa de Jesús al ladrón, que es la segunda palabra, San Lucas nos refiere la última, de esta forma: «Era ya como la hora de sexta, y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona; el sol se obscureció y el velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y diciendo esto, expiró» (Lc 23, 44-46).

Tratemos, de reflexionar sobre cada una de estas palabras.

«Et clamans voce magna Jesús ait.» Jesús grita con fuerte voz, está lleno de vida. La vida está en Él divinamente enraizada. Tanto que, para morir, tendrá que arrancarla Él mismo de su cuerpo con violencia, mediante una, dura decisión de su voluntad.

Había dicho en otra ocasión: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, yo soy quien la doy por, mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volverla a tomarla» (Io 10, 17-18).

En su tercer Ientaculum, escrito en Poznan en 1524, el cardenal Cayetano explica cómo, al contrario del martirio, que no es sacrificio más que en sentido metafórico o espiritual, la muerte del Salvador es un sacrificio en sentido propio. Señala tres diferencias. He aquí la segunda [iii]: «La oblación de Cristo era voluntaria por naturaleza. Dicho de otra forma, Cristo murió porque Él quiso, no solo con su voluntad divina, sino también con su voluntad humana. Y no sólo como se acepta un hecho, sino como se produce un efecto. Porque su alma participaba ya de la gloria y Él podía impedir su muerte corporal; pero no quiso hacerlo. Se ve así en qué sentido totalmente excepcional pudo decir de Él Isaías: Se ofreció porque quiso [iv]. Por otra parte, Él dijo de sí mismo: Nadie me quita la vida, yo soy quien la doy por mismo, precisando que tenía poder sobre ella: Tengo poder para dada y poder para volverla a tomar. La ofrenda de los mártires, en cambio, no es voluntaria por naturaleza: no está en sus manos morir o no morir. Es voluntaria por simple consentimiento, en el sentido de que aceptan morir por el honor de Dios».

 

«Padre, en tus manos…» Ya no dice, Dios mío, Dios mío… Ahora dice Padre, como en la primera palabra. La serenidad de las partes superiores de su alma parece descender sobre las inferiores y sobre sus potencias sensibles infundiéndoles el mis sublime sosiego.

«Padre, encomiendo mi espíritu…» Era ésta una expresión del Antiguo Testamentó. El justo, amenazado de muerte, se volvía hacia Yahvé:

«Tú me sacarás de la red que me han tendido,

porque tú eres mi fortaleza.

En tus manos encomiendo mi espíritu,

tú me has rescatado, Yahvé» (Ps 31 [30], 5-6).

Así, pues, la última palabra de Jesús, como la cuarta, Dios mío, Dios mío, está tomada, de un salmo. Pero ¡con qué sentido tan diverso! El problema para Jesús no es evitar la muerte, sino afrontarla; pide al Padre no que le conserve una vida perecedera, sino al contrario, que acoja su alma inmortal.

Es el momento en que esta alma va a dejar el régimen de esta vida terrestre, donde el océano del sufrimiento humano podía desbordarse sobre ella, para entrar en el de la vida celeste, donde quedará invadida enteramente por la paz de la gloria. Sería lógico que para Jesús el paso de la tierra al cielo se realizase mediante una transfiguración de su cuerpo, sin la ruptura horrible de la muerte. Pero Cristo vino a la tierra para abrazar esta muerte. Es preciso, pues, que ahora, por una decisión tajante de su voluntad, arranque al vivo su propia alma de su cuerpo maltrecho. Y la entrega al Padre, de donde había salido por creación cuando, después de la Anunciación, su naturaleza humana fue formada milagrosamente en el seno de la Virgen. Antes de la separación de su humanidad, Cristo confia las partes que la componen a Aquel que tiene potestad infinita para unirlas de nuevo. Jesús entrega su alma al Padre en depósito.

 

Así, en el instante mismo de entrar en la muerte, Jesús, que es Dios, entrega a Dios su espíritu, es decir, su alma, creada pero inmortal.

El paso no se hace de la persona de Jesús a la persona del Padre. El tránsito se realiza de la vida humana en el tiempo terrestre, donde Jesús experimentaba, a la vez, la cruz y la gloria, a la vida humana fuera de nuestro tiempo, donde ya sólo disfrutará de la gloria.

Si entrega su alma a Dios y a la vida gloriosa, es para comenzar a instaurar y congregar en torno a ella el universo escatológico. Había dicho a los discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo diría. Voy a prepararos un lugar. Y cuando yo me haya ido y os haya preparado un lugar, de nuevo volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros» (Io 14, 2-3).

Es preciso leer en esta perspectiva el comentario de San Ambrosio a las palabras: Encomiendo mi espíritu: «Con gran precisión se dice “encomendar” el espíritu, puesto que se guarda. Lo que se encomienda no se pierde. El espíritu es un tesoro, un buen depósito… Encomienda, pues, Jesús su espíritu al Padre y por eso pudo decir: No abandonarás mi alma al seol [v].

»Mas he aquí un gran misterio. Cuando Jesús encomienda su espíritu en manos del Padre, habita ya en el seno del Padre porque nadie más que el Padre puede abarcar totalmente a Cristo. De ahí las palabras de Jesús en San Juan: Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí (Io 14, 10).

»Entrega, pues, su espíritu al Padre. Pero aunque está en las alturas, ilumina todo, hasta lo más ínfimo, para redimir todas las cosas.» Cristo, en efecto, que está presente en todas las cosas, actúa en cada una de ellas, sean carne o espíritu. «Él muere según su carne, pero es para resucitar en ella; encomienda su espíritu al Padre…, pero es para instaurar en el Cielo mismo una paz que invadirá toda la tierra» [vi].

 

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.»

No confía su alma, su «mismidad» al Angel, que vino no hace mucho a confortarle en su agonía. Él está por encima de los ángeles, es el Rey de los ángeles. Se la confía directamente al Padre. Habiendo reconciliado todas las cosas consigo mismo (Col 1, 20), he aquí que ahora se ofrece Él en las manos del Padre. Las manos del Padre están hechas para socorrer a sus hijos: son tiernas y fuertes; son fieles para recibir una entrega; son seguras para dejarlo todo a buen recaudo.

Jesús encomienda al Padre el más preciado, el más valioso depósito que jamás se haya puesto en tales manos: su alma creada de Hijo Unigénito, transida de la claridad del cielo y del dolor de la tierra. En ella el amor es tan grande que puede abrazar el mundo nuevo de la redención y llevarlo a su culminación.

 

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Esta palabra de Jesús va a realizar lo que indica. En el momento en que la concluya, su alma va a desgajarse del cuerpo para pasar definitivamente a la gloria.

Había dicho en otra ocasion: «Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que existiese el mundo» (Io 17, 5). La gloria divina, que poseía por naturaleza como Verbo de Dios antes de que existiera el mundo, va a poseerla como hombre por participación y no solo en la parte superior de su alma, sino en todo su ser, al franquear por su muerte el umbral de lo que llamamos la Patria.

 

Se dice en los Hechos de los Apóstoles que el díacono Esteban glorificaba a Dios diciendo: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.» Y cuando le sacaron fuera de la ciudad para apedrearle, oraba diciendo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Act 7, 56-59). No entrega él mismo su espíritu, sino que Jesús lo reciba; no se quita él mismo la vida, acepta que le sea quitada.

He aquí el comentario de San Agustín sobre este pasaje: «Suspendido en la cruz, Nuestro Señor Jesucristo dijo: Padre, en tus manor encomiendo mi espíritu. Dijo esto como hombre, como crucificado, como hijo de mujer, como vestido de carne, como destinado por nosotros a morir y ser sepultado y resucitar al tercer día y subir al cielo. Todas estas cosas, en efecto, conciernen al hombre. Como hombre, pues, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

»Jesús dijo: Padre. Esteban dijo: Señor Jesús; y añadió: Recibe mi espíritu. Lo que tú has dicho al Padre, yo te lo digo a ti. Te tomo por Mediador. Has venido a levantar lo que estaba caído y no has caído conmigo. Recibe mi espíritu» [vii].

El relato de los Hechos continúa: «Después, puesto de rodillas, gritó con fuerte voz: Señor, no les imputes este pecado. Y, en diciendo estas palabras, se durmió» (Act 7, 60). Así, estas dos últimas palabras de Esteban se parecen a la última palabra de Jesús en la cruz. Lo que comenzó en Jesús continúa en sus miembros. Tal es la idea de fondo que ilumina este relato de los Hechos. Más tarde, los Primitivos franceses representarán la escena de la lapidación de Esteban junto a un gran Cristo muriendo en la cruz, para darnos a entender que la suprema dignidad del martirio, desde el momento de la muerte de Jesús, se difunde pasando de Cristo a la Iglesia, de la Cabeza al Cuerpo.

Quizá sea preciso añadir, por ello, que si Esteban y después de él tantos santos mueren con las palabras de la cruz en sus labios, no es por un deseo premeditado de imitar la muerte inimitable del Salvador; sino más bien porque, cuando la caridad de Cristo, que es la Cabeza, se difunde en la Iglesia, que es su Cuerpo, produce en esta efectos análogos. Las palabras que la Iglesia descubre espontáneamente en su corazón y reinventa cada día al contacto con la persecución y la muerte tendrán un maravilloso parecido, como si fueran su copia, con las palabras de amor de su Jefe.

 

«In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Es la plegaria del final de las Completas. Cada día, con su amanecer y su ocaso, es un nacimiento y una muerte. Al caer la tarde, como cuando llegue la tarde de la vida, todas nuestras faltas, todas nuestras ofensas al Dios del amor, suben del corazón al espíritu. ¡Oh, que ni la noche ni la muerte me sorprendan sin arrepentirme de todo! ¡Sobre todo que, cuando la muerte arranque mi cuerpo, encuentre mi espíritu en vuestras manos, Señor!

 

Todos los elegidos mueren en el amor, en el hábito del amor. Los santos mueren por amor, practicando el amor; no en la inconsciencia, como bestias acosadas. Hasta tal punto que el relato de sus últimos momentos es impresionante. Incluso algunos, dice San Francisco de Sales, mueren de amor: «Esto sucede cuando el amor no solo hiere el alma hasta hacerla languidecer, sino cuando la traspasa asestando su golpe certero en mitad del corazón y tan fuertemente que empuja al alma fuera de su cuerpo» [viii]. El santo doctor explica así la muerte de la Virgen [ix].

Explicando el verso sexto de la primera estrofa de la Llama de amor viva:

Rompe la tela de este dulce reencuentro,

escribe San Juan de la Cruz: «El morir natural de las almas que llegan a este estado, aunque la condición de su muerte cuanto al natural es semejante a las demás, pero en la causa y en el modo de la muerte hay mucha diferencia. Porque si las otras mueren de muerte causada por enfermedad o por longura de días, estas, aunque en enfermedad mueran o en cumplimiento de edad, no las arranca el alma, sino algún impetu y encuentro de amor mucho más subido que los pasados y más poderoso y valeroso, pues pudo romper la tela y llevarse la joya del alma» [x].

«Tengo miedo de haber tenido miedo de la muerte», decía Santa Teresa de Lisieux algunos días antes de morir. «Pero no es que temiera el más allá de la muerte y que echara de menos la vida, oh no. Me decía solamente, con una cierta aprensión: ¿Qué será esa misteriosa separación del alma y del cuerpo? Es la primera vez que he tenido este sentimiento, pero en seguida me abandoné en manos de mi Padre Dios» [xi]. El día mismo de su muerte manifestó: «Se me han concedido hasta mis más pequeños deseos. Entonces también deberá cumplirse el más grande, que es morir de amor». Algunas horas más tarde, mirando su crucifijo, pronunciaría no sin esfuerzo sus últimas palabras: «¡Oh, le amo! ¡Dios mío, os amo!»[xii].

 

«En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.»

Hoy pueden apoderarse de un cristiano, de un sacerdote, de un obispo, de un principe de la Iglesia y torturarles salvajemente para destruir su psiquismo y reducirles a un estado de autómatas. Así firmarán lo que se les presente, repetirán ante un microfono la lección que se les haya hecho aprender y negarán públicamente lo que había sido hasta ese momento su única, su divina razón de vivir. La técnica de los perseguidores es fruto de un largo aprendizaje. Y hoy ya está en su punto. Le arranca así al mártir su única alegría, la del testimonio. No sólo le niega el derecho de morir públicamente por Cristo, sino que además le obliga a decir públicamente que muere por el dinero, por la política, por haber traicionado a su patria.

Jesús dijo: «No tengás miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla» (Mt 10, 28). Y sin embargo parece como si hoy tuvieran más afán por matar el alma que el cuerpo. Incluso da la impresión de que han logrado tener más exito del que nunca hubieran podido soñar.

¡Pero no! Ellos pueden, con las torturas, destruir el cuerpo de un hombre, destruir un psiquismo humano. Pero no pueden tocar siquiera el alma inmortal. Si este hombre, está bautizado, este sacerdote, este príncipe de la Iglesia ha previsto que se le humillaría de esa forma, que se le reduciría al estado de máquina, que se haría de él una pobre marioneta sangrienta, y, a pesar de todo, no ha tratado de huir, ni pasarse al adversario, ni de traicionar su fe; si ha dado previamente un «sí» total a Jesús y a su Iglesia; si ha encomendado al Señor, su espíritu en sus manos, para sufrir en su cuerpo y en su actividad sensitiva todas las ignominias que quieran infligirle, entonces esta es la victoria que triunfa del mundo (1 Io 5, 4), esto es lo único que cuenta para los Ángeles, esto es «el tesoro escondido en el cielo, donde ni la polilla ni el orín lo corroen y donde los ladrones no horadan ni roban» (Mt 6, 20).

El último de mis actos libres: he aquí mi alma, he aquí lo que vale ante Dios y ante la Iglesia, he aquí lo que se escribe en el Libro de la vida. ¿Qué importa que mi psiquismo se deshaga en el instante mismo de mi muerte corporal o que se destruya unos años antes y que me presenten como un espectáculo sobre la escena del mundo? La donación que yo hice como hombre libre ante Dios no puede ser revocada por las palabras que me harán pronunciar como un sonámbulo ante los tribunales del diablo. En las miserables declaraciones arrancadas en Budapest al Cardenal Mindszenty, hemos podido leer, de pronto, una palabra de esplendor, salida de las profundidades de su alma, que han divulgado, como por milagro, todos los periodicos: «¡La Iglesia, amor mío!»

 

Quizá la era en que estamos entrando llegue a conocer una nueva forma de martirio, menos frecuente hasta ahora. Un martirio empobrecido, harapiento, despojado de todo elemento admirable que pudiera avivar la fe de las comunidades cristianas. Todo lo espectacular será como privativo de las filas de la Bestia (Apc 13, 3-5). Entonces Dios pedira a los mártires que, antes de morir corporalmente por Jesús, acepten, también por su amor, ser envilecidos y renunciar a la alegría de poder confesar a Jesús a la faz del mundo.

 

Aquellos a quienes visita el espíritu de inteligencia llegan a penetrar la profundidad de los misterios divinos. Son hombres que se apartan de lo inauténtico. Tienen el corazón puro. Los actos más sublimes de honestidad, en las cosas materiales o en las espirituales, proceden del don de inteligencia. Es una de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón…» (Mt 5, 8). Ya en la tierra viven la claridad de los misterios del cielo. Les es fácil entonces, al llegar la hora de su muerte, encomendar su alma a Dios. La justicia divina, en lugar de amedrentarles, les conforta. Tal es sin duda el caso de Santa Teresa de Lisieux, que en su lecho de muerte engrandece la Misericordia de Dios con estas palabras: «Alguien podría creer que tengo tan gran confianza en el Buen Dios porque me ha preservado del pecado mortal. Dígales, Madre mía, que aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, tendría siempre la misma confianza; tendría la convicción de que esa multitud de ofensas se evaporarían como una gota de agua arrojada en un brasero encendido» [xiii]. Es verdad, no obstante, que su confianza personal en la Justicia divina provenía de la pureza de su corazón. A un misionero que temía el purgatorio, le escribió en estos terminos [xiv]: «Sé que hace falta estar muy limpio para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo; y que esta Justicia, que aterra a tantas almas, es el motivo de mi alegría y de mi confianza… Espero tanto de la Justicia del buen Dios como de su Misericordia; por ser justo, es compasivo y lleno de dulzura, tardo a la ira y de gran misericordia. Él conoce nuestra fragilidad y sabe que no somos más que polvo. Como un padre es tierno para con sus hijos, asi de tierno es el Señor para con nosotros» (Ps 103 [102], 8.14.13). Si, la Justicia divina no terrible más que para el pecado; es dulce, en cambio, para los corazones puros. «Bienaventurados los limpios de corazón», es la bienaventuranza. Y he aquí la recompensa: «Porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Cuando llegue su muerte, verán inmediatamente a Dios, sin sufrir las demoras del purgatorio.

El Espiritu de inteligencia reposaba en Jesús. Cristo conocía, incluso en cuanto hombre, la pureza del Cielo, por la evidencia de la visión beatífica y, a la vez, por la inclinación amorosa del don de inteligencia. Al devolver su espíritu al Padre, lo retiraba de todo contacto con el mundo impuro para situarlo en el centro mismo de la Jerusalén celeste, de la Ciudad santa, donde no entrará nada manchado y donde no existe la muerte (Apc 21, 27.4).

 

Según el relato de San Lucas, expira al decir la séptima palabra: «Y dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espiritu. Y, en diciendo estas palabras, expiró».

San Marcos y San Mateo no recogen la séptima palabra, pero hablan de un gran grito. Al relatarnos la cuarta palabra, dicen los dos que Jesús había gritado con fuerte voz: Dios mío, Dios mío. Un poco después hablan de un segundo grito de Jesús. He aquí el texto de San Marcos: «Jesús, dando un gran grito, expiró» (Mc 15, 37). Y el de San Mateo: «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró» (Mt 27, 50). A este grito hace referencia la Epístola a los Hebreos: «Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal plegarias y súplicas al que era poderoso para salvarle de la muerte, con potente grito y lágrimas…» (Heb 5, 7).

Según San Juan, después de la sexta palabra, Jesús inclina la cabeza para morir «Cuando hubo gustado el vinagre, dijo: Todo esta consumado. E inclinando la cabeza, entregó, el espiritu» (10 19, 30).

El ser corporal de Jesús, por la unión Hipostática, está unido a las fuentes divinas de la vida tan poderosamente que es necesario que Él quiera morir para para que las horribles torturas de la crucifixión puedan producir en Él su efecto natural y llevarle a la muerte. Pues bien, ese grito recogido por San Marcos y San Mateo, esas palabras de Jesús entregando su espíritu al Padre y ese gesto anotado por San Juan: «Inclinando la cabeza, entregó su espíritu», lo que expresan es el consentimiento supremo de Cristo ante la muerte, separación violenta y voluntaria de su alma.

 

«E inclinando la cabeza, entrego el espiritu» (Io 19, 30). En este instante todo comienza para el mundo.

La muerte de Jesús marca el fin de la Ley Antigua y el comienzo de la Ley Nueva, es decir, el inicio del más grande acontecimiento de la historia espiritual de los hombres desde la creación del mundo. A partir de este momento comienza a realizarse el designio de amor forjado por Dios desde toda la eternidad: anunciar la paz a los gentiles, que estaban lejos, y a los judíos, que estaban cerca, para unirlos en un solo pueblo espiritual, a saber, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia; hacer confluir la economía de la Ley Natural, bajo la que vivían los gentiles, y la economía de la Ley Antigua, bajo la que vivían los judios, en la Economía única, más santa y misericordiosa, de la Ley Nueva (cfr. Eph 1, 9-10; 2, 13,18; 3, 5-9). La gracia de Cristo, concedida hasta ahora de forma anticipada, secreta e imperfecta en la Ley Natural y en la Ley Antigua, va a derramarse en adelante abiertamente y en toda su plenitud. La luz difusa y velada, que ha venido iluminando aunque en diversa proporción el doble universo de los gentiles y de los judíos, deja ver al fin su Foco luminoso cuando se alza sobre el mundo el sol de la Redención.

 

Los hechos que siguen inmediatamente a la muerte de Jesús en los relatos de San Marcos y de San Mateo no son más que débiles indicios de esta inaudita transformación espiritual.

Según San Marcos: «El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Y el centurión, que estaba frente a Jesús, viendo de que manera había expirado, dijo: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 38-39; cfr. Mt 27, 54). ¿Sería tal vez el que había tendido a Jesús, por compasión, el agua avinagrada? Así son los juegos de la gracia: desde el momento en que uno comienza a cooperar con ella por un libre asentimiento, ella ilumina el alma abriéndola a horizontes más altos. Como quiera que sea, hay un gentil al pie de la cruz para confesar a Jesús. Está junto a San Juan y las santas mujeres, como en la crucifixión de Grunewald en el Museo de Basilea. Le ha tocado un rayo de gracia. Le ha transformado la muerte de Jesús. Ahora la ve por dentro: no es una carnicería, es un sacrificio. El centurión adivina que es la muerte de un justo (Lc 23, 47), una muerte que grita la verdad de su mensaje; y, sin entender del todo lo que dice, testifica que Jesús es Hijo de Dios. La plegaria de Cristo por aquellos que le crucifican comienza a ser escuchada: un gentil se ha convertido.

La ruptura del velo del templo, signo de la abolición de la Antigua Alianza, y la confesión del centurión, primicias de la Alianza Nueva, figuran también en los relatos de San Lucas y San Mateo. Pero este último Evangelista recoge además otras manifestaciones de la transformación de la economía espiritual del mundo (Mt 27, 51-53). Un seísmo abre las rocas donde se excavaban tumbas y los muertos, vueltos a la vida, se aparecerían a muchos después de la resurrección del Salvador. Si es verdad, según yo pienso, que los que fueron alcanzados por el pecado original no pueden resucitar gloriosos más que al fin del mundo, cuando sea vencido el último enemigo, que es la muerte (1 Cor 15, 26), entonces es preciso afirmar que la vida de estos resucitados fue efimera [xv]. El velo desgarrado, un seísmo, resurrecciones precarias…. Pero, ¿qué es todo esto para significar la muerte de un Dios, la redención del Universo, el advenimiento de la Iglesia?

 

«Jesús, dando un gran grito, expiró» (Mc 15, 37). En ese extraordinario lienzo del Museo del Prado, donde el Greco ha plasmado el drama de la redención, parece como si el Padre se hubiera conmovido al oír este fuerte grito. En su mirada hay una ternura enloquecida. Y al verle sostener con tanta piedad el cuerpo de su Hijo muerto, que se abandona en sus manos con una extraña grandeza, se diría que el Padre como que descubre ahora la inmensidad de los dolores de su Hijo y que se arrepiente de haberle enviado a tan grande martirio. Por encima, la Paloma del Espíritu vierte sobre el drama la luz de la Trinidad. A la derecha, el bello rostro femenino, pensativo y ardiente, que se inclina hacia Cristo, bien podría ser la Iglesia de la tierra. A la izquierda, están los Ángeles y la Iglesia del cielo.

 

Con el último grito de Jesús, algo se acaba para siempre. Su vida temporal ya no volverá de nuevo jamás. Este misterio de irreversibilidad fascinaba a Peguy: «Dichosos los que le han visto caminar sobre la tierra; los que le han visto caminar sobre el lago; dichosos los que le han visto resucitar a Lázaro. Cuando se piensa, Dios mío, cuando se piensa que esto no sucedió más que una vez… Dichosa la Magdalena, dichosa la Verónica; dichosa santa Magdalena, dichosa santa Verónica: vosotras no sois santas como las demás. Todos los santos son santos, todas las santas son santas, pero vosotras no sois santas como las otras. Todos los santos y todas las santas contemplan a Jesús sentado a la derecha del Padre. En el cielo está su cuerpo de hombre, su cuerpo humano glorioso, puesto que así ascendió el día de la Ascensión. Pero vosotras, sólo vosotras, habéis visto este cuerpo humano en nuestra común humanidad, caminando y sentado sobre la tierra común. Sólo vosotras lo habéis visto dos veces y no una sola. No una vez solamente, como las otras, en la eternidad; no en esa segunda vez, que dura eternamente. Vosotras lo habéis visto también una primera vez, una vez anterior, una vez terrenal. Y esto es lo que no sucedió más que una vez, esto es lo que no ha sido dado a todo el mundo» [xvi]. Todo esto concluyó para siempre. La vida temporal del Salvador ya no volverá a comenzar jamas. Pero su recuerdo será guardado en los cielos. Y además —Peguy no lo ha dicho y es preciso añadirlo— Dios nos prestará por añadidura, para contemplar el desarrollo del tiempo, su propia mirada; esa mirada que está por encima del tiempo, en la que nada se olvida y donde toda la historia del tiempo permanece presente en su frescura original.

 

En la vida de Jesús hubo indecibles sufrimientos, pero también gozos divinos e inenarrables. Cuando era niño, tuvo la ternura de su madre. Más tarde, cuando abrió sus ojos al mundo, ¡cómo supo descubrir las cosas: las flores de los campos, los granos de mostaza, las higueras comenzando a brotar al venir el verano, las mieses que blanquean, el cielo en arreboles que anuncia el buen tiempo o la tempestad! Posó su mirada en los trabajos humanos: el de los pescadores, el del sembrador que sale a sembrar, el de la mujer que hace girar la muela para moler el grano o que barre su casa para encontrar la dracma. Visto todo con tan profunda humanidad, con tal pureza y admiración, con alegría tal que podía descubrir la idea creadora oculta en el seno de las cosas, en comparación con la cual la visión de los pintores y poetas es punto menos que nada. Contempló los ojos y el corazon de los niños. Su alma no estuvo nunca aprisionada, sino en holgura. Y, sin embargo, no perdió de vista jamás, durante los treinta y tres años de su vida, que moriría clavado en una cruz.

El pensamiento de la gloria de su Padre y de la redención del mundo bastaba, en todo instante, para estremecer su alma: «En aquel tiempo Jesús dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo» (Mt 11, 25-26). Exulta ante la magnanimidad del Centurión: «En verdad os digo, que en nadie he encontrado tanta fe en Israel» (Mt 8, 10) ) o de la Cananea: «¡Oh mujer!, grande es tu fe…» (Mt 15, 28). La gran plegaria sacerdotal, en San Juan, es serena y solemne como una victoria. Una paz triunfal la llena toda. Parece que la muerte esté ya rebasada: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo» (Io 17, 24).

 

Los cuerpos no podían quedar en la cruz el día del sábado. Por ello fue preciso, en la tarde del viernes, tratar de acelerar la muerte de los ajusticiados rompiéndoles las piernas. «Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua» (Io 19, 32-34).

Es un milagro que la sangre y el agua salgan de un cuerpo muerto. El discípulo amado se dio cuenta del milagro y lo atestigua solemnemente y su testimonio es verdadero (Io 19, 35). Aquí se oculta un gran misterio.

La sangre de la redención del mundo se perpetuará en la eucaristía. El agua que nos trae la redención, la vida, la entrada en el reino, es la del bautismo. En estos dos sacramentos, el uno de iniciacion, el otro de la consumación de la vida en Cristo, están significados los siete sacramentos que dan vida a la Iglesia. La Iglesia es la nueva Eva que sale del nuevo Adán. La primera Eva había nacido del costado de Adán dormido en el jardín del Edén. La segunda Eva nace del costado de Cristo, cuando duerme en la cruz el sueño de la muerte, y de cuyo corazón, abierto por la lanza, brota toda la gracia de la redención del mundo.

Cristo muere, la Iglesia nace, el mundo se salva. La luz del Cielo, encerrada en la Cruz, comienza ahora a expandirse en la Iglesia para iluminar sus alegrías y sus dolores, sus fallos y sus victorias. En medio de un mundo de pecado, ella estará siempre no sin pecadores, pero sí ciertamente sin pecado. Es Cristo quien la guarda así. Ella es su Esposa. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola por el baño del agua con la palabra, a fin de preparársela para Sí gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Eph 5, 25-27).

 

La Cruz de Cristo, una vez que ha sido levantada sobre la historia, es ya la única salvación del mundo. No sólo de las personas individuales, que son inmortales, sino también de las civilizaciones, que son perecederas.

Apareció, en Occidente, en un mundo de decadencia y abocado a la ruína. En comparación con la luz que ella ofrecía, las renuncias que exigía no parecieron demasiado pesadas: cuando la tierra no tiene más que dar, el cielo, revelando sus esplendores, llega a ser infinitamente deseable.

¿Que ocurrió luego? A medida que los pueblos se iban agrupando en torno a la Cruz y fijaban su esperanza en el Reino que no es de este mundo, he aquí que, como por milagro, el mundo se iluminaba, la vida se volvía más humana y se organizaba una cultura cristiana, una civilizacion cristiana. Reapareció así la dulzura de vivir.

Pero con ella vino pronto el olvido del cielo. Las exigencias de la Cruz volvieron a pesar hasta resultar intolerables. El hombre trató de conquistar la tierra y hacer su propia felicidad. Y se hizo duro y hasta salvaje. Después de dos guerras mundiales en el espacio de medio siglo, hele aquí de nuevo ante el temor de una tercera.

¿No ha tenido ya la humanidad suficiente experiencia de la desgracia? ¿Hará falta que sea de nuevo inundada de sangre y de locura? ¿Necesitará llegar al fondo de la desesperación para alzar de nuevo sus ojos a la Cruz? Entonces, las exigencias cristianas jamás deberían parecerle injustificadas. Buscará ante todo el Reino de Dios. Y tal vez, por añadidura, llegue a florecer algún nuevo orden temporal cristiano, un cierto tipo de nueva cristiandad.

 

La Cruz es más un misterio de luz que un misterio de dolor. El dolor no es algo esencial, pasará. Debajo de él se oculta la luz: por momentos, atraviesa la capa del sufrimiento e irradia su esplendor.

La luz si es algo esencial, que durará por siempre. Pero, al pasar por el dolor, se viste de una singular belleza asumiendo en su esplendor todo lo que de dignidad y de grandeza hay en la aventura de nuestra vida y de nuestro destino de hombres: «La momentánea y ligera tribulación del momento presente nos produce, sobre toda medida, un enorme raudal de gloria eterna» (2 Cor 4, 17-18).

[i] «In cruce latebat sola Deitas».

[ii] Purgatorio, 27, 35: Or vedi, figlio // Tra Beatrice e te é questo muro.

[iii] Para las otras dos, cer JOURNET, L’Evclise du Verbe Incarné, I , pp. 74-76.

[iv] Is 53, 7 según la Vulgata. El texto hebreo dice: «Fue maltratado y Él se resignó y no abrió la boca».

[v] Salmo 16 (15), 10. Este último texto es aducido por S. Pedro y por S. Pablo como un anuncio profético de la Resurrección de Cristo (Act 2, 27; 13, 35).

[vi] Expositio Evang. sec. Lucam, 23, 46; PL 15, 1835.

[vii] Sermón 316, n. 3.

[viii] Tratado del amor de Dios, 7, p. 11; Oeuvres, edit. Annecy, t. 5, vol. 2, p. 42 (versión cast. BAC, II, Madrid 1954, pp. 297-8).

[ix] Ibid., cap. 13 y 14 (BAC, II, pp. 303-309).

[x] Llama de amor viva, seg. redacción; edit. Silverio, t. IV, p. 127 (edit. BAC, p. 1197).

[xi] Novissima verba, p. 176 (versión cast. cit., página 482: día 11 sep.).

[xii] Ibid., p. 195 y 197 (versión cast. cit., p. 494: 30 septiembre).

[xiii] Ibid., p. 61 (versión cast. cit., p. 408: 11 de julio).

[xiv] Carta 203; Lettres de Sainte Therese de l’Enfant Jesús, Lisieux 1948, p. 392 (versión cast. cit., páginas 631-632).

[xv] Cfr. L’Eglise du Verbe Incarné, II, p. 449. Según la Bula Munificentissimus Deus, de 1 nov. 1950, la razón de la Resurrección gloriosa de la Virgen está en el hecho de su Inmaculada Concepción.

[xvi] Le Mystere de la charite de Jeanne d’Arc, París 1941, pp. 49 y 54.

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