LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO EN LA CRUZ, POR CHARLES JOURNET, DIOS MIO, DIOS MIO

Las tres primeras palabras de Jesús manifiestan la claridad infinita que brilla en el centro mismo de su dolor. Jesús se eleva sobre sus torturas, parece olvidarlas, no se ocupa más que de implorar perdón para quien le maltrata, de prometer el paraíso al ladrón y confiar a su Madre al discípulo amado.

Las dos palabras siguientes expresan la intensidad de su dolor. Son gritos arrancados por la crueldad del suplicio, gemidos que suben hasta el Cielo: «¡Dios mío, Dios mío…», y la otra: «Tengo sed». ¿No señalan una introversión de Jesús sobre sí mismo, un replegarse sobre su propio sufrimiento? Tratemos de analizar este misterio.

Sigamos el texto de San Marcos: «Y llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre la tierra hasta la hora nona. Y a la hora de nona grito Jesús con fuerte voz: Eloi, Eloi, lama sabacthani? Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y algunos de los presentes, oyéndole, decían: Mirad, llama a Elías» (Mc 15, 33-35; Mt 27, 45-47).

El Evangelista ha relatado un poco antes la crucifixión [i], el reparto de las vestiduras, el titulo de la inscripción, las burlas de los transeúntes, de los escribas y de los ladrones. Desde la hora sexta, precisa él, es decir, desde el mediodía, la oscuridad cubrió la tierra [ii].

Parece que a las tres primeras palabras les sucedió un largo silencio.

A la hora nona, Jesús siente llegar la muerte. De nuevo alza su voz. Va a hablar de forma más angustiosa. Es el momento de sus cuatro últimas palabras.

 

Se enfrentó con los jefes, aquellos que confundían el orden religioso y el orden nacional. Su mensaje contrariaba demasiado las ideas recibidas, trastocaba en exceso cosas establecidas para quedar impune. Después de la resurrección de Lázaro, relata San Juan, «los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron al Sanedrín y dijeron: ¿Qué hacemos? Porque este hombre hace muchos milagros. Y si lo dejamos así, todos creerán en Él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación. Entonces uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año les dijo: Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre por todo el pueblo y no que perezca la nación entera? (…). Desde aquel día decidieron matarle» (Io 11, 47-53).

Fácil les fue a estos defensores del orden convertir a Dios en aliado de su causa. después de la declaración de los testigos que cambian el sentido de las palabras de Jesús, el sumo sacerdote le pregunto: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Dios Bendito?» Y, al oír la respuesta de Jesús, «rasgó sus vestiduras y dijo: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Y todos le condenaron como reo de muerte» (Mc 14, 61-64). Jesús había blasfemado declarándose el Mesías, el Hijo de Dios. Era justo que muriese. Así, pues, la causa de ellos es pura, santa, Dios la bendice. Al fin, triunfa… Y el porvenir de ellos queda asegurado.

Cuantos presenciaron la ejecución pudieron mover la cabeza, ante Jesús, en son de burla: ¡A otros ha salvado, a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías, el Rey de Israel! ¡Que baje ahora de la Cruz para que lo veamos y creamos!» (Mc 15, 31-32). Cualquier sentimiento de piedad seria un crimen. ¿No era bien visible que moría como un maldito, como un abandonado de Dios?

Es entonces cuando brota de la Cruz un grito. ¿Qué puede significar? ¿No es, acaso, una declaración suprema de Jesús? ¿Es que, con él, no acaba por dar la razón a los mas atentos y mas vigilantes de sus enemigos? Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Ha sido condenado por los jefes, en nombre de la religión y de la patria, como sedicioso y blasfemo. Ha sido abucheado por la masa. Ha sido puesto en manos de extranjeros, comparado a los criminales comunes. Ha sido traicionado por un discípulo, negado por otro, abandonado por casi todos.

Luego ha ido como desviando de sí mismo las fidelidades mas inquebrantables, la de su Madre y la del discípulo amado, que trataban de rodear de cariño su agonía, a fin de ser, según la expresión de Santa Ángela de Foligno, «pobre en amigos».

Este momento de total desnudez, en que no tiene ya nada sobre que apoyarse, es el que espera el Padre para desolarle interiormente y dejar caer sobre su corazón el peso de una indecible angustia. Entonces, como si la prueba fuera excesiva y su resistencia estuviera a punto de quebrarse, en un intento supremo, concita todas sus fuerzas y grita con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No dijo «Padre», como en la primera palabra. Dijo: «Dios mío, Dios mío…»

 

¡Palabra fatal! ¿Por qué la ha pronunciado? ¿Por qué no la ha retenido en su pecho? No sabe que la utilizarán contra Él? ¿Cómo van a reconocer sus contemporáneos, en este hombre transido de dolor, al Mesías que debía al fin librar al pueblo de sus seculares humillaciones? ¿Cómo pensar que quienes más adelante nieguen su divinidad no encontrarán aquí un argumento? Si es Dios, ¿cómo puede decir que su Dios le abandona? Si, palabra fatal, que será hasta el fin del mundo un escándalo para la fe de muchos.

Pero también, para los que creen, palabra adorable. En ella se nos descubre el fondo último del misterio de la Encarnación y los anonadamientos del Verbo hecho carne. Es verdad que es un escándalo. Pero todo el Evangelio es escándalo. Cristo solo salva al mundo contrariándolo. Al final, lo trastocara por completo.

Escándalo es la creación: ¿qué añade el universo a lo Absoluto, las cosas que no son a Aquel que es? Y ¿cómo Dios puede tocar un mundo sin consumirlo? La Encarnación es un escándalo más clamoroso todavía: el Todopoderoso se hace debilidad, la Palabra infinita está en este niño que balbucea, el Fuego de Dios se une personalmente a una naturaleza humana sin reducirla a cenizas, Jesús es a la vez Dios que escucha y hombre que suplica… La revelación del Verbo hecho carne entra en mí como una espada para hacerme una herida que debe permanecer abierta hasta mi muerte. El escándalo de mi espíritu es tal que es necesaria la fuerza de la fe divina para aquietarme. La razón, en cambio, tiende por naturaleza, a veces secretamente, a racionalizar el misterio. Trata de cerrar subrepticiamente la llaga que Dios abre en mí para salvarme. Me fuerza a escoger entre un Jesús puro hombre pasible y un Jesús puro Dios inaccesible al dolor. En efecto, según sugiere la mera razón, o bien Jesús es verdadero Dios, pero entonces es impasible y su sufrimiento no es más que aparente: tal es el error de los docetas; o bien, Jesús ha sufrido verdaderamente como nosotros, pero entonces no es Dios: y tenemos así el error de los nestorianos. Hasta el fin de los siglos, la razón humana, incapaz de sostener por sí misma el impacto de la revelación de la Encarnación, buscará la salida en uno de estos errores opuestos. Solo la fe descubre al Jesús autentico, Aquel por quien y para quien todo ha sido creado (Col 1, 16) y que, sin embargo, sufre tan atrozmente sobre la Cruz que llega a gritar: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Los niños nunca se han escandalizado de los misterios del cristianismo. Para ellos el universo está lleno de maravillas. Entonces, ¿qué dificultad hay en que Dios haya nacido para salvarnos? Cuando llega el momento de hacerles sentir lo que es un misterio y que la Encarnación es uno de ellos se les podrá preguntar primero: ¿Dios es feliz? Y a continuación: ¿Jesús en la cruz era Dios? ¿Entonces, era feliz? Sentirán en este instante, a su manera, el choque saludable y decisivo del misterio. Y se les dirá que, incluso para las personas mayores, tampoco el misterio queda esclarecido.

 

Jesús es feliz y sufre atrozmente. Es Dios y es abandonado por su Dios. Entremos un instante en el nudo de este misterio.

Jesús, Dios y hombre, es feliz no sólo como Dios, sino también como hombre. Como Dios es, con el Padre y el Espíritu Santo, el Océano puro de la felicidad infinita. Como hombre pueden coexistir en Él, simultanea e intensamente, la felicidad y el dolor [iii]. La felicidad mis intensa: porque, desde el primer instante de la Encarnación, la parte superior de su alma, aquella que se refiere inmediatamente a Dios, está sumergida, por un acto jamás interrumpido de visión y de amor, en el Océano de la divinidad. El dolor: porque, durante su vida mortal, los rayos transfiguradores, es decir, los rayos de gloria capaces de transfigurar en un instante todo su ser, quedan detenidos en el ápice de su alma; en cambio, los estratos interiores de su ser —aquellos que conciernen inmediatamente a su misión, a su comportamiento entre los hombres, a su sensibilidad, a su vida corporal—, no son visitados más que por rayos santificadores; es decir, por rayos que no eliminan los sufrimientos, aunque sí los santifican, unas veces llenándolos de luz, y otras, al contrario, cargándolos de desconsuelo, cubriéndolos de tinieblas, abrasándolos en su oscuro fuego.

El comportamiento del Verbo respecto de su parte sensible es desconcertante. En efecto, unas veces la levanta en arrobos repentinos y ella exulta de gozo: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 45); en la Transfiguración hace desbordar sobre ella oleadas de gloria acumuladas en su alma por la visión intuitiva y el amor beatifico nunca interrumpidos. Otras, en cambio, la cubre con densa oscuridad, dejándola aparentemente sin apoyo, más aún abandonada, sumergida en la amargura de la expiación infinita que ha de dar a Dios en compensación por el cúmulo de iniquidades de la historia de la raza humana: «Y comenzó a sentir temor y angustia. Y les dijo: Mi alma esta triste hasta la muerte… Y decía: ¡Abba, Padre!, todo tu es posible; aleja de mi este cáliz; pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14, 33-34. 36).

¿Cómo entender la coexistencia en Cristo de la visión beatifica y de semejante agonía? Tocamos aquí el fondo del misterio de la Encarnación, donde a fin de cuentas habrá que callar y adorar. Santo Tomás ensaya un modo de explicación. Según él, hay que distinguir entre la parte superior del alma de Cristo, que goza de la visión de Dios, y las potencias inferiores, que sufren el dolor [iv]. Algo así como una montaña, cuya cima está ya iluminada por los primeros rayos del sol naciente y cuya base permanece aún en la sombra.

 

San Juan de la Cruz comenta la cuarta palabra de Jesús en la Subida del Monte Carmelo invitando a los fieles a morir a su naturaleza, tanto sensible como espiritual, siguiendo a Cristo.

«Y porque he dicho que Cristo es el camino, y que este camino es morir a nuestra naturaleza en sensitivo y espiritual, quiero dar a entender cómo sea esto a ejemplo de Cristo, porque Él es nuestro ejemplo y luz.

»Cuanto a lo primero, cierto está que Él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida, naturalmente en su muerte. Porque, como Él dijo, en la vida no tuvo donde reclinar su cabeza, y en la muerte lo tuvo menos.

»Cuanto a lo segundo, cierto está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en intima sequedad, según la parte inferior. Por lo cual, fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así, en Él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al genero humano por gracia con Dios. Y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo, conviene a saber: acerca de la reputación de los hombres, porque como le veían morir, antes hacían burla de Él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó por que puramente pagase la deuda y uniese al hombre con Dios, quedando así aniquilado y resuelto así como en nada. De donde David dice de Él: He sido reducido a nada y nada sé.

»Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios, según estas dos partes sensitiva y espiritual, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar. No consiste, pues, en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una viva muerte de cruz, sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior» [v].

«Jesús en su pasión sufre los tormentos que le causan los hombres; pero en la agonía sufre los tormentos que Él mismo se inflige: turbare semetipsum (Io 11, 33) [vi]. Es el suplicio de una mano no humana, sino todopoderosa; y es preciso que también Él sea todopoderoso para resistirlo»[vii]. Así habla Pascal. Pero el dolor de Jesús va aumentando desde el huerto de Getsemaní hasta el Gólgota. El sufrimiento interior de la agonía, que se causa Él mismo y que su divinidad inflige a su humanidad privándola de consuelo precisamente cuando hace recaer sobre ella el peso de la redención del mundo, aflora secretamente en todos los sufrimientos exteriores de la pasión y, con violencia inédita, en el momento de la cuarta y quinta palabras. Los tormentos que le causan los hombres no hacen más que sumarse al dolor que Él mismo se inflige, para hacerlo más cruel.

En la agonía suplicaba y decía: ¡Abba! ¡Padre! Ahora, en este momento de su pasión, ya no suplica; se queja de haber sido abandonado. Dice solamente: ¡Dios mío, Dios mío!, como si no sintiese el vínculo de la filiación. En la agonía, «se le apareció un ángel del cielo, que le confortaba» (Lc 22, 43). En la Cruz, el cielo parece sordo a su lamento; los soldados, que no comprenden, piensan que llama a Elías y dicen: «Veamos si viene Elías a salvarle» (Mt 27, 49).

Esta aparición del ángel en la agonía de Jesús es un suceso lleno de misterio. ¿Qué puede darle un ángel a Jesús, que, aún como hombre, es Rey de los Ángeles, a quien todo esta sometido (1 Cor 15, 27; Col 2, 10), a quien todos los Ángeles de Dios deben adorar? (Heb 1, ó). ¿Puede acaso un ángel reconfortar al Rey de los Ángeles? ¿Qué significa entonces todo esto? Lo siguiente. La divinidad de Jesús viene en auxilio de su humanidad, enviando a uno de sus Ángeles. Desde el instante de la Encarnación, los Ángeles hacen coro alrededor de Jesús, disfrutando de la irradiación de su visión beatifica. La divinidad permite que uno de ellos, que se llama en adelante el Ángel de la Agonía, pueda llevar, en la desolación de Cristo, a las regiones dolientes de su ser, un rayo de esa luz que toma del paraíso del alma de Cristo. Es Jesús quien concede al ángel consolarle un instante en su divina agonía. De Jesús pasa a Jesús, por el ángel, esta señal del Cielo, esta gracia fugitiva.

 

Cualquiera que sea la angustia de las potencias inferiores de su ser, Jesús, en la cúspide de su alma, disfruta de la visión beatifica. Es una locura pensar que, en el momento de su agonía —como dice Calvino cuando intenta explicar, en su Institución cristiana, el descenso a las infiemos[viii]—, «sufrió los espantosos tormentos que sienten los condenados y perdidos», que «fue presa de las tristezas y angustias que engendra la ira y la maldición de Dios», que «experimentó todas las penas con que Dios castiga a los pecadores, irritándose contra ellos y desechándoles», que «temió por la salvación de su alma», que «tembló de horror ante la maldición y la ira de Dios», y que así «descendió a los infiernos».

No. Jesús no temió por la salvación de su alma. No creyó nunca que Dios le castigaba. No sufrió los tormentos de los condenados. Sufrió moral y psíquicamente mucho más de lo que jamás nosotros podremos saber en la tierra. Vió cada uno de mis pecados, cada una de mis traiciones, cada uno de mis rechazos de su verdad. Sobre todo previó también los flagrantes desprecios por los que algunas almas se separarían definitivamente de su Amor. Su sufrimiento es el del Salvador del mundo, no el de un condenado. Es satisfacción, no castigo. Es sufrimiento luminoso, no desesperado.

Pero el sufrimiento luminoso de un Dios que mue­re por nosotros es más desgarrador que el sufrimien­to de la desesperación. Sólo a Él se concedió medir plenamente el abismo que separa el bien del mal, el cielo del infierno, el amor del odio, el sí del no di­cho a Dios. Sólo a Él se concedió poder conocer has­ta el fondo, poder asumir todo entero, poder ofrecer a Dios, el precio exigido para la redención del peca­do y la renovación del universo.

Que el sufrimiento luminoso de la redención so­brepase todo el sufrimiento de los desesperados, que sea el más intenso de todos los sufrimientos y algo así como la sombra de lo que sería, si fuera posible, el sufrimiento de la divinidad misma, es un nuevo aspecto del misterio de la Encarnación. No convie­ne dejar este punto sin una explicación.

 

¿No dijo San Pablo que Cristo se hizo por nos­otros maldición?: «Cristo nos rescató de la maldi­ción de la Ley, haciéndose por nosotros maldición; pues escrito está: Maldito todo el que es colgado del madero» (Gal 3, 15). ¿No dijo incluso que Cristo fue hecho por nosotros pecado? [ix]: «A quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor, 5, 21). Veamos qué significan estos textos.

Jesús no es un maldito; es el Hijo muy amado en quien Dios puso todas sus complacencias (Mc 9, 7); pero por nosotros «llegó a ser maldición». No es un pecador; es santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores, más alto que los cielos (Heb 7, 26); pero por nosotros Dios «le hizo pecado». ¿Qué hay bajo estas espantosas palabras?

Sin duda, para sus enemigos Jesús fue presa de la maldición divina y del pecado. Pero el sentido de las palabras del Apóstol es más misterioso. No sólo a los ojos de sus enemigos, sino incluso en re­lación con el plan divino de la salvación del mundo, Jesús pareció identificarse con la maldición y el pe­cado. En efecto: la revelación nos enseña que el hombre fue creado en estado de felicidad. Con el pecado, su condición llegó a ser dramática, trágica; y así será hasta el fin del mundo. Jesús descendió hasta el fondo de este drama, de esta tragedia. La tomó sobre El, se revistió de ella, asumió todas sus amarguras, «hasta la muerte de cruz» (Philp 2, 8). De esta forma, Él, que no tenia pecado (Heb 4, 15), se identificó con nuestra situación de maldición y de pecado. No es que la alejase de nosotros, sino que la soportó en Sí mismo con amor. Y viviéndola Él, vino a ser y ha llegado a ser, en Él, por la dignidad infinita de su persona, una compensación de amor, cuya infinitud sobrepasa incomparablemente la infinidad de la ofensa hecha a Dios por el pecado de los hombres. En Él, la tragedia de nuestra condición, iluminada y transfigurada por su caridad, no ha sido abolida, sino rescatada, es decir, utilizada para un maravilloso plan de amor: ha llegado a ser redentora de todos los pecados de los hombres. Y, en nosotros, la misma tragedia de nuestra condición humana, si nosotros la llevásemos en la gracia y la verdad que desciende de Cristo hasta sus miembros, puede llegar a ser, hasta el fin de la historia, corredentora en Cristo de nuestros contemporáneos.

Ahora podemos acabar de leer el texto de San Pablo a los Gálatas: «Cristo nos redimió de la maldición de la Ley haciéndose por nosotros maldición para que la bendición de Abrahán se extendiese a los gentiles en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del espíritu» (Gal 3, 13-14) [x]. Cristo, el rescatarnos de la maldición, es decir, para que podamos llevar en adelante la maldición de nuestra condición en la gracia de su Espíritu Santo. Querer prolongar la Economía de la Ley, como querían los Gálatas, seria entorpecer la Economía de la Promesa y de la edad del Espíritu Santo. Podemos releer, de forma parecida, con su contexto, la advertencia del Apóstol a los Corintios: «Somos embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, Dios le hizo por nosotros pecado, para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 20-21). Cristo llego a ser por nosotros pecado para que nosotros lleguemos a ser, en Él, santidad. En otras palabras: Cristo, sin pecado, se identifico con la condición trágica que hizo el pecado, para que, en el seno mismo de esta trágica condición, podamos, por la gracia que fluye de Él, vivir reconciliados con Dios y «aprovechar bien el tiempo» (Eph 5, 16).

 

Conviene decir una palabra, aunque sea breve, sobre los que sufren esta tragedia de la condición humana sin poder transfigurarla por el amor, porque no han despertado aún a la vida moral, ni son capaces de hacer un acto profundo de libertad. El misterio del sufrimiento de los niños, bautizados o no.

¿Qué puede responder la filosofía? Pues dice que forman parte del gran todo que es el universo, donde la vida y la sensibilidad aportan una riqueza incomparable, aunque esto tenga, como contrapartida ineludible, el dolor y la muerte. Dice que en conjunto vale más que existan el dolor y la muerte que suprimir la vida y la sensibilidad para que no haya ni muerte ni dolor. Todo esto es verdad, y Santo Tomás mismo lo confirma [xi]. Pero ahí concluye la respuesta de la filosofía.

Ahora bien: esta respuesta no es suficiente. «Un filosofo como Leibniz entiende en un sentido de filosofía pura, y como una respuesta suficiente dada por la filosofía pura» la verdad que acabamos de recordar, a saber, que el dolor humano es la contrapartida necesaria de la humana sensibilidad. «Entonces este filósofo nos dice que es bueno que una madre llore la muerte de su hijo, porque la máquina del mundo pedía tal dolor para ser más perfecta. Rachel plorans filios suos, et noluit consolari… Explicará esta posición leibniciana a la madre en cuestión, y que eso era necesario para que todos los grados del ser fuesen cumplidos. Ella os responderá que se burla de la máquina del mundo; y que se le devuelva a su hijo. Y tendrá razón; porque estas cuestiones no se resuelven por la máquina del mundo, sino en la noche de la fe y por la cruz de Jesús.» Santo Tomás no olvida, pues lo dice con frecuencia, que el hombre es una persona. Por ello, «el dolor de un hombre es el dolor de una persona, de un todo. Aquí, el hombre no es ya considerado como parte del universo; sino que, en cuanto persona que es, es considerado como un todo, como un universo por sí mismo. Sufrir este dolor como parte del universo, en la perspectiva de naturaleza, o de mundo como obra de arte de Dios, no suprime el hecho de que, en cuanto persona, esto sea una incomprensible anomalía» [xii].

Como se ve, en este punto la filosofía no puede dar una respuesta íntegra sin recibir de la teología datos superiores. ¿Qué dirá la teología del sufrimiento y la muerte de los niños? Dirá ante todo, que el dolor y la muerte también a ellos les alcanza en su naturaleza, hecha de espíritu y de carne. Que, no obstante, Dios, en su bondad infinita, había previsto para ellos una condición de pura felicidad. Y el dolor y la muerte entraron en nuestro mundo como consecuencia del pecado original.

Dirá además que el grito de Raquel es como una prueba del paraíso terrestre. Si no quiere ser consolada es porque tiene el oscuro presentimiento de lo que era nuestra primera condición.

Dirá que un día los niños, resucitados por virtud de Cristo, no conocerán ya el sufrimiento, o en el cielo si murieron bautizados, o en el limbo si murieron sin el bautismo.

Dirá también, dirigiéndose a Raquel, que hay sufrimientos que se quedarán sin consuelo en esta tierra —sufrimiento que Cristo ilumina aún sin calmarlos— y que el consuelo definitivo sólo se encontrara en el cielo.

Y dirá también a Raquel, que a los niños no bautizados que son asesinados por odio de Cristo, Cristo les otorga el bautismo de sangre y les introduce inmediatamente en su gloria.

Seria preciso añadir todavía una palabra sobre todos aquellos, niños o adultos, que podrían hacer uso de su libertad, pero son aplastados por la brutalidad de los acontecimientos, «que mueren como expulsados de la existencia terrestre, arrojados en la agonía de Cristo sin saberlo ni quererlo». Sobre esto hablaremos un poco mas adelante.

 

Jesús sufrió sobre la cruz unos dolores de intensidad inigualable. Con delicada ternura lo demuestra el Doctor Angélico.

Padeció los mas intensos dolores corporales, porque su sensibilidad era la mas delicada que haya existido jamás, la sensibilidad de un cuerpo formado inmediatamente por el Espíritu Santo en la Virgen María [xiii]; y la vida que iba a dejar era de un precio inestimable, puesto que había sido asumida por la divinidad [xiv].

Sufrió también los mas acerbos dolores espirituales. Su alma estaba como destrozada, dividida entre la visión, por una parte, de la santidad infinita de Dios y, por otra, de la oleada incesante de pecado que proviene de la tierra. En virtud de la visión beatifica, veía con una sola mirada en el espejo del Verbo todo el desarrollo de la historia, «todos los pecados del genera humano por los que ofrecía en satisfacción sus propios padecimientos»[xv]. Veía también todos los rechazos de las almas, y la fuerza divina de un amor [xvi] laceraba su corazón. Es teológicamente verdadera la palabra del Misterio de Jesús: «Pensaba en ti en mi agonía, por ti he derramado tales gotas de sangre» [xvii].

Jesús, según explica Santo Tomás, abrazó voluntariamente el sufrimiento, tomando de el la cantidad proporcionada a la inmensidad del fruto que había de resultar, es decir, la liberación de los hombres del pecado [xviii].

 

Dios concede a algunas almas corredentoras saber experimental y plenamente lo que representa de oración y de agonía, llevar el peso de la salvación de un alma. Escribe María de la Encarnación, en su Relación de Quebec 1654, a propósito de la vida de su hijo y de su sobrina, a quienes ella quería enteramente para Dios: «Vos sabéis, mi divino Esposo, que por estas dos almas que os he pedido que no sean para el mundo, yo me he ofrecido a soportar el castigo de las faltas que hayan podido cometer contra vuestra divina Majestad y que les hayan podido hacer indignos de vuestra vocación, de vuestra amistad y del estado de total dedicación a vuestro santo servicio» [xix]. En su Memoria de 1656, respondiendo a las preguntas de su hijo, Dom Claude Martín, describe de esta forma la prueba que hubo de pasar en esta ocasión: «Esta llama que vi no duró mucho tiempo, pero su efecto fue tan vivo y tan agobiante que me pareció ser la puerta misma del infierno. Me atormentaba la tentación de desesperación, que trataba de precipitarme para desagradar a Dios. Él, sin embargo, me sostenía por un secreto resorte en el fondo de mi alma, para no hacer nada que le fuese desagradable. Esto me ha sucedido varias veces en momentos de grandes penas, pero no con tanta violencia como en esta ocasión. En cuanto a decir sois vos la causa de todo esto solo Dios lo sabe.

Yo he cometido bastantes pecados como para merecer el castigo de un millón de infiernos; así que dejemos esto al juicio de su divina Majestad. Lo que sí es verdad es que he querido hablar de vos, y si hubiese sido necesario sufrir hasta el fin del mundo para ganaros para Dios, con gusto lo hubiera hecho porque su divina Majestad me ha dado una vocación viva y eficaz para ello» [xx].

Pero las almas corredentoras no pueden cargar con las almas rescatadas más que en la medida en que ellas mismas, a su vez, son llevadas por la agonía y la pasión de Jesús. Todo el peso de la condenación del mundo descansa en última instancia sobre la única mediación redentora de Cristo Jesús. María de la Encarnación añade inmediatamente: «No obstante, se muy bien que vuestras vocaciones a su santo servicio proceden de su puro amor y de su elección gratuita» [xxi].

 

En la cuarta palabra hay dos aspectos.

Por un lado, un grito espontáneo de Jesús. Es lo que hemos considerado hasta aquí. Por otro, es la cita, en labios de Cristo, del comienzo de un salmo que describía proféticamente las pruebas del Justo. Es lo que vamos a mostrar a continuación.

En el primer aspecto es una especie de interrogante que el Justo le lanza al cielo. En el segundo es una respuesta dada por el Justo a sus compatriotas que le persiguen.

En el primer sentido es un gemido desgarrador que sube hasta Dios. En el segundo, una terrible acusación contra la justicia y los tribunales humanos.

Por una parte, es el lamento de una sensibilidad sumergida en el dolor. Y, por otra, es la última y solemne advertencia de una voluntad que, dominando el dolor y ansiando arrancar a las almas de la perdición, las enfrenta misericordiosamente con el juicio de las profecías.

 

El salmo 22 (21 de la Vulgata) describe las pruebas del Justo con una visión tan penetrante, tan escrutadora, que en él aparece verdaderamente profetizado, con siglos de antelación, y con precisiones sorprendentes, el suplicio que padecerá el Justo por excelencia, el Mesías.

El Justo se siente desamparado de Dios:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Lejos estás de mi socorro, de las palabras de mi gemido.

Dios mío, clamo de día y no me respondes;

de noche, y tu no me atiendes.»

¿Es posible que Dios pueda abandonar a los suyos?

«Con todo, tú eres el Santo;

que habitas entre las alabanzas de Israel.

En ti esperaron nuestros padres,

confiaron y tú los libraste.

A ti clamaron y fueron librados,

en ti confiaron y no fueron confundidos.»

Pero ahora sí que parece que Dios se ha retirado:

«Pero yo soy un gusano, no un hombre;

el oprobio de los hombres y el desecho del pueblo.

Búrlanse de mi cuantos me ven,

abren los labios y mueven la cabeza.

Se encomendó a Yahvé—dicen—;

líbrele, sálvele Él, pues dice que le es grato.»

Recordemos el texto de San Mateo: «Igualmente los príncipes de los sacerdotes, con los escribas y ancianos se burlaban. Y decían: Salvó a otros y a sí mismo no puede salvarse. Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que Él lo libre ahora si es que le quiere, puesto que ha dicho: Soy el Hijo de Dios» (Mt 27, 41-43).

Las lamentaciones del salmista continúan:

«Me rodean como perros,

me cerca una turba de malvados;

han traspasado mis manos y mis pies

y me han acostado en el polvo de la muerte.»

«Cuentan mis huesos uno a uno me miran, me contemplan.

Se reparten mis vestidos

y echan a suertes mi túnica.»

San Juan escribió: «Mirarán al que traspasaron» (Io 19, 37) [xxii]; y San Mateo relatará que los soldados se repartieron los vestidos de Jesús (Mt 27, 35) «a fin de que se cumpliese la Escritura: Repartieron mis vestidos y echaron a suertes mi túnica» (Io 19, 24).

Sin embargo, el justo perseguido continúa implorando a su Dios:

«Pero tu, oh Yahvé, no tu alejes;

fuerza mía, ven pronto a socorrerme.»

Y sabe que es escuchado:

«No despreció a un desdichado

ni rehusó responderle.

No apartó de mi su rostro,

me escuchó cuando le imploraba.»

Las estrofas finales del salmo se abren a unas vastas perspectivas mesiánicas que se refieren a Israel y al mundo entero:

«Se acordarán y se convertirán a Yahvé

todos los confines de la tierra,

y se postrarán delante de Él

todas las familias de las gentes.

Porque de Yahvé es el reino,

y Él dominará a las gentes…

Mi alma vivirá para Él.

Mi posteridad le servirá,

se hablará del Señor a las generaciones venideras.

Los pueblos que nacerán conocerán su obra.»

El salmo 22 es un canto de esperanza. El clamor del principio: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, es un grito de dolor, no de desesperación. Como los violentos sollozos de Job y de Jeremías, expresa la angustia del alma que siente haber llegado al límite último de su propia resistencia, y que concita sus fuerzas para gritarle a Dios que la medida está ya colmada.

 

Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado? En el corazón del salmista, es un grito de angustia, no de rebelión, y el comienzo de un canto de esperanza mesiánica. ¿Cómo iban a ser un grito de desesperación en el corazón del Mesías, cuando cita intencionalmente estas mismas palabras, dándoles por vez primera toda su inimaginable profundidad?

Son una súplica desgarradora que sube hacia el cielo. Son también, según dijimos hace un instante, una solemne amonestación para sus mayores enemigos.

Para aquellos príncipes de los sacerdotes y escribas que están al pie de la cruz, es claro que Jesús muere como un maldito. Se ha atribuido títulos insensatos, ha blasfemado, se ha creído Mesías e Hijo de Dios. Por fin, ahora lo reconoce: Dios le ha abandonado.

Es cierto que acaba de lamentarse. Pero estaba profetizado que el Justo, en el colmo de su dolor, se quejaría de haber sido abandonado por Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Eran las primeras palabras de un salmo que ellos sabían de memoria.

Habían dicho un poco antes, en son de burla: «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse. ¡El Mesías, el Rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 31-32). Él seguía clavado en el madero, su Dios no venia a librarle, su Dios le abandonaba. Pero el salmo, cuyas primeras palabras acababa de citar Jesús, decía: «Búrlanse de mi cuantos me ven, abren los labios y mueven la cabeza. Se encomendó a Yahve —dicen—; líbrele, sálvele Él, pues dice que le es grato».

Los soldados que crucificaron a Jesús habían hecho cuatro partes de sus vestidos y echado a suertes su túnica. Y el Justo decía en el salmo: «Han traspasado mis manos y mis pies… Se reparten mis vestidos y echan a suertes mi túnica».

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo no iban a ver, al menos como a la instantánea luz de un relámpago, la terrible ambivalencia de estas palabras que grita Jesús con voz potente? ¿Es que son en verdad un gemido desesperado o serán mas bien el lamento del Mesías? ¿Es la muerte de Jesús la muerte de un insensato, de un maldito, o será la muerte del Justo de que habla el salmo? ¿Son ellos los mandatarios de la justicia de Dios o serán unos asesinos, tal vez incluso de su propio Mesías?

¡Qué tremenda alternativa! ¿Qué harán? ¿La acogerán, cancelando un futuro de remordimientos y congojas? ¿O la descartarán, echando tierra sobre cualquier interrogante y haciéndose entre todos una buena conciencia colectiva? Para estos hombres, este es el momento decisivo del paso de la gracia.

A cuantos han recibido mucho de Él, pero que, en un momento de su vida, le han vuelto la espalda y se han endurecido, caminando hacia su propia destrucción, Dios les dirige a veces solemnes, terribles, crueles amonestaciones, que son las penúltimas, tal vez las últimas, invitaciones de su Amor.

 

A la luz de estas ideas se aclara la conducta de Jesús para con Judas. Cuando anuncia abiertamente a los apóstoles: «Uno de vosotros me entregará (Mc 14, 18)…, uno de los Doce, que moja conmigo en el plato (Mc 14, 20)…, ¡ay de aquel hombre por quien será entregado el Hijo del Hombre!; más le valiera no haber nacido» (Mc 14, 21); cuando responde a la pregunta privada de Judas: «Tú lo has dicho» (Mt 2ó, 25); cuando moja el bocado para dárselo (Io 13, 26); cuando le dice, en fin, su última palabra: «Amigo, que has venido?» (Mt 26, 50); cuando hace todo esto, Jesús está poniendo en práctica las últimas tentativas de su misericordia para arrancar al apóstol desesperado de su infierno —y ¿qué infierno, sino el que solo ha podido cavar la envidia?— y para hacer que se confiese pecador, que pida un perdón que, incluso entonces, cambiaría de repente su destino.

 

Es cierto que Jesús está agobiado por el exceso de dolor y por la desolación de su alma, puesto que grita con fuerte voz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pero es cierto también que Jesús domina, incluso como hombre, su dolor y su desolación espiritual, puesto que, para gritarle a Dios, lee en el pasado bíblico y respalda su queja en las palabras de un salmo mesiánico, dándoles con ello una carga de sublime significación.

Parece vencido por el sufrimiento, pero hay en Él una voluntad lúcida que triunfa del dolor, que sabe que este sufrimiento es mesiánico, que decide aceptarlo y que lo soporta sin desfallecer.

Digámoslo una vez más: este es el misterio de Jesús. En Getsemaní, oraba diciendo: «Abba, Padre, todo te es posible: ¡Aleja este cáliz de mí!»; tal era la inclinación de su sensibilidad y el deseo de su naturaleza. Pero añade a continuación: «Mas no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36): esta es la decisión de su libertad; el querer de su voluntad racional [xxiii].

Al iniciar la explicación de esta cuarta palabra, nos preguntábamos si no significaría un repliegue de Jesús sobre sí mismo, un encerrarse en su propio sufrimiento. Ahora podemos responder. El magnánimo deseo de salvar a las almas, que tan claramente mostraban las tres primeras palabras de Jesús, ni un instante cesó de devorar su corazón, y eso fue lo que le mueve, a tomar sobre sí el peso del sufrimiento mesiánico. Sin embargo, lo que la cuarta palabra nos manifiesta es, ante todo, la inefable agonía del Salvador. La Divinidad retiene todas las gracias consoladoras y hace descender, sobre la sensibilidad y las regiones inferiores del alma de Cristo, la noche oscura de una desolación infinita.

 

Es un misterio esta alternativa de luz y de noche, de calma y de agonía, de serenidad y de angustia, que se da en la pasión del Salvador. Contraponiendo estos dos aspectos del sufrimiento redentor, uno de luz, que se expresa en las últimas palabras de Cristo, cuando entrega su alma al Padre; otro de angustia, que se manifiesta en la cuarta palabra, se ha escrito: «Parece como si la agonía de Jesús fuera algo tan divinamente inmenso que es imprescindible, para que su imagen pase de Él a sus miembros y los hombres puedan participar completamente en este gran tesoro de amor y de sangre, que se fraccione en ellos según sus aspectos contrastantes» [xxiv].

El aspecto de luz se prolonga en los santos. Van libremente en seguimiento de Jesús, se ofrecen con Él, conocen los secretos de la vida divina. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia… «En las torturas del cuerpo y del espíritu, en los abismos del abandono, son unos privilegiados. La bienaventuranza de los perseguidos ilumina su existencia terrestre. Cuanto más abandonados, más pueden decir con San Juan de la Cruz: Míos son los cielos y mía es la tierra…»

«Pero los completamente abandonados, las víctimas de la noche, los que mueren como expulsados de la existencia terrestre, los que son arrojados en la agonía de Cristo sin saberlo ni quererlo son expresión de la otra cara de esta agonía y es bien necesario sin duda que también este aspecto sea manifestado… A este otro rebaño, Jesús le deja como un legado en estas palabras: Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado? Es el gran rebaño de miserables auténticos, de muertos sin consuelo. ¿Cómo no iba a cuidar de los que llevan esta señal de su agonía? ¿Cómo su mismo abandono no iba a ser el signo de su pertenencia al Salvador crucificado, y un titulo supremo a su misericordia? En la encrucijada de la muerte, en el instante en que pasan al otro lado del velo, cuando el alma va a dejar una carne que el mundo no ha querido, ¿no habrá tiempo aún de decirles: Estarás conmigo en el paraíso?» [xxv].

 

«Algunos de los presentes, oyéndole, decían: Mirad, llama a Elías» (Mc 15, 35).

Jesús había dicho: Eloi, no Eliah. Sólo los doctores comprendieron que citaba un salmo. Los otros creyeron, o fingieron creer, que llamaba a Elías. «Vieron en esto la última alucinación de aquella mente que la tortura había trastornado. Porque Elías, como sabían todos, volvería para manifestar al Mesías (cfr. Mc 9, 11-13). Pero no iría a buscarle sobre la cruz» [xxvi].

 

Brotara un retoño del tronco de Jesé, retoñara de sus raíces un vástago. Sobre Él reposara el Espíritu de Yahvé…, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé» (Is 11, 1-2). Jesús poseía, en el grado más elevado y en la forma más pura, el don de temor, que hacía su corazón totalmente dócil a los impulsos del Espíritu de temor. Como explica Santo Tomás [xxvii], el temor de Dios no podía ser en Jesús lo que es en nosotros: esa impresión, ese temor delicado y filial a separarse de Dios por algún pecado que podamos cometer; mucho menos todavía, podía ser ese temor, ciertamente saludable, que despierta en nosotros el pensamiento del castigo merecido por nuestros pecados. El temor de Dios en Jesús no podía ser más que el temblor de su naturaleza creada en presencia de la Trascendencia divina, ese sentimiento de reverencia amorosa que el Espíritu Santo sostuvo de continuo en la naturaleza humana de Cristo manteniéndola así unida a su Principio. Esta amorosa reverencia la experimentó Cristo en cuanto hombre en un grado mucho más elevado del que puede alcanzar cualquier otra creatura.

El temor reverencial y amoroso de la Trascendencia divina, que llenaba el alma santísima de Cristo, contribuía a suscitar en Él un afán insaciable de pobreza: pobreza de cosas exteriores, pobreza terrible de dolor corporal y esa otra pobreza más desgarradora, la agonía sobre la cruz, ante la cual se estremecía todo su ser.

Había dicho en el Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los pobres de espíritu…» (Mt 5, 3). Y, desde ese momento, la pobreza se convirtió en bienaventuranza. Pero los nuevos impulsos del don de temor jamás llevarán a nadie a pobrezas comparables a las del Salvador, que da su vida para la redención del mundo.

«Bienaventurados los pobres de espíritu…» Es la bienaventuranza del don de temor. Y esta es su recompensa: «Porque de ellos es el reino de los cielos». A la pobreza se ha prometido el reino de los cielos; pero ahora, entre lágrimas; más tarde, en la paz. Cristo, divinamente Pobre, llega a ser divinamente Rey. «Él es, dice la Epistola a los Hebreos, quien habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y suplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su reverencial temor… y vino a ser, para todos los que le obedecen, causa de salvación eterna» (Heb 5, 7-10). Y San Pablo escribe a los Corintios estas maravillosas palabras: «Cono­céis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vo­sotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8, 9).

 

En toda vida humana hay muchos momentos de indecible tristeza: siempre la misma lucha, que es preciso recomendar cada día; siempre la misma im­potencia para acabar con el mal, en sí mismo y en el mundo; y, además, las desgracias, la muerte, las ca­tástrofes, tantos cosas amadas que se destruyen… «Incluso cuando uno se ve bastante al abrigo de todo, quizá aparece el desaliento surgiendo, por propia ini­ciativa, del fondo del corazón, donde tiene sus raíces naturales, para llenar el espíritu de su veneno» [xxviii].

¡Jesús, que mis tristezas no sean un veneno! Que me visiten en la medida en que sea necesario; yo acepto desde ahora, con voluntad amorosa, que ven­gan a desolar mi alma, que la llenen hasta el borde; pero haced que la amargura y la angustia que me invadan no sean nunca de rebeldía ni desesperación. Traed, Señor, hasta mí en esos momentos la grandeza de vuestra agonía. Haced que, repitiendo con mi corazón las palabras que Vos pronunciásteis en el ápice de vuestro dolor por los hombres, sienta que mi angustia se disuelve en la vuestra como una lá­grima en el océano. Haced que mi dolor deje de ser egoísta para comenzar a ser corredentor. Os suplico, Señor, me concedáis antes de mi muerte, siquiera sea en corta medida, el privilegio de presentir en al­gún instante el misterio de vuestra noche redentora y de vuestro abandono.

 

[i] Su comienzo lo sitúa en la hora de tercia. Debe colocarse más bien, siguiendo a S. Juan, en la hora de sexta.

[ii] «Todos los años en Jerusalén, el comienzo de abril (y sólo entonces) esta señalado por días muy sombrios, que llamamos corrientemente sirocos negros. La atmosfera es abrasadora y plagada de polvo», M. J. LAGRANGE, Evangile selon St. Marc, París 1947, p. 432.

[iii] «Era beato e doloroso: perche la carne sosteneva (pena). E la deità pena non poteva patire; neanco l’anima, quanto a la parte di sopra de l’intellecto.» STA. CATALINA DE SIENA. Ver más adelante, p. 177.

[iv] S.Th. III, q. 46, aa. 7 y 8.

[v] Subida del Monte Carmelo, II, cap. 7; edic. Silverio, t. II, pp. 94-95 (BAC, p. 621, n. 9).

[vi] El texto bíblico citado pertenece al relato de la resurrección de Lazaro, no al de la agonía de Jesús.

[vii] B. Pascal, Pensées, edic. Tourneur, n. 297.

[viii] Institución chretienne, II, cap. 16, nn. 10-12.

[ix] Como se ha hecho notar, lo que dice S. Pablo no es que Cristo sea maldito y pecador, sino que fue hecho por nosotros maldición y pecado. Reemplazando el con­creto por el abstracto, el Apóstol «no trata de darle al concreto categoría de superlativo, sino de eximir de toda culpabilidad a la persona concreta de Cristo», M. J. LAGRANGE, Epitre aux Galates, París 1918, p. 12.

[x] Cfr. Rom 8, 10: «El cuerpo está muerto por el pecado, pero el espiritu vive por la justicia».

[xi] S. Th., I, q. 48, a. 2.

[xii] J. MARITAIN, Saint Thomas d’Aquin et le probleme du mal en su obra De Bergson a Thomas d’Aquin, Nueva York 1944, pp. 223-22ó (versión castellana). Buenos Aires 1967, pp. 205-207). El mismo autor escribe en Neuf leçons sur les notions premieres de la Phil. Morale, París 1951, p. 71 (version castellana, Buenos Aires 1966, pp. 90-91) : «Algunos filósofos, Leibniz por ejemplo, tienden a hacer del orden moral un orden particular simplemente instrumental con respecto al orden universal. Entonces nos dirán que tal o cual mal —ya se trate del pecado o del dolor, que, teniendo en cuenta los datos proporcionados por las tradiciones religiosas y por la teología, es en el orden humano el resultado de una falta original y, por consiguiente, depende de otro orden distinto del simple orden del cosmos—, nos dirán que tal mal cometido o sufrido por un hombre es un mal en relación con el individuo en cuestión, pero que en relación al cosmos es un bien. Conciben el mal moral sobre el patrón del mal físico. Esta manera de justificar la existencia del mal y de responder al problema del mal físico y moral, diciendo que todos los sufrimientos soportados por los agentes libres, por las personas, y también las faltas morales de estos mismos seres libres, son necesarios para el bien y la gloria del cosmos y para que la máquina del mundo marche a la perfection, es la forma de defender la sabiduria divina que usaron los amigos de Job. A estos problemas no es la máquina del mundo la que puede dar una respuesta. La respuesta esta oculta en la gloria de Aquel que ha hecho al mundo y que tomó todo el mal del mundo sobre sí.»

[xiii] S. Th., III, q. 46, a. 6.

 

[xiv] Ibidem, a. ó, ad 4.

[xv] Ibid. a. 6.

[xvi] Ibid. a. 6, ad 4.

[xvii] PASCAL, Pensées, edic. Brunschvicg n. 553.

[xviii] Ibid., a. 6.

[xix] Ecrits spirituels, edic. Jamet, Paris 1930, t. II, p. 382.

[xx] Ibid., p. 492.

[xxi] Ibid., p. 493. Ver anteriormente, pp. 95-96.

[xxii] Zac 12, 10: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia y de misericordia, y alzarán sus ojos a mí. Y llorarán a aquel a quien traspasaron.»

[xxiii] Sto. Tomás, S. Th., II, q. 18, a. 5.

[xxiv] J. MARITAIN, Bienheureux les persécutés, en Raison et raisons, París 1947, pp. 348-349.

[xxv] Ibid.

[xxvi] M. J. LAGRANGE, L’Evangile de Jesús-Chrtst, París 1928, p. 571.

[xxvii] S.Th., III, q. 7, a. 6.

[xxviii] PASCAL, Pensées, edie. Brunsehvicg n. 139; edic. Tourneur n. 128.

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